sábado, 6 de abril de 2013

Los cuatro hombres justos - Edgar Wallace

No me avergüenza reconocer, ni hay razón para ello, que me gusta la literatura detectivesca clásica, que además es mucho más digna que muchos truños pseudofilosóficos-trascendentales que muchos presumen hoy de leer. Aparte de cumplir con su función de entretenimiento, con un mínimo de conocimiento e interés por la historia, nos permite sumergirnos de lleno en otra época que, en muchos aspectos, no difiere sustancialmente de la actual. En esta ocasión, el libro que les traigo es del siglo pasado, 1905, y de un autor que, como anécdota, llegó a redactar el primer guión de King Kong poco antes de su muerte.

El autor, Edgar Wallace, tuvo una vida que podría haber sido una perfecta novela de aventuras. Hijo ilegítimo, practicó diversos oficios antes de alistarse en el ejército británico. Posteriormente a licenciarse, fue miembro del cuerpo de policía, periodista, escritor e incluso se presentó como candidato al Parlamento por el Partido Liberal, aunque no fue elegido. Por su labor de periodista y su propia personalidad, hacía muchísimo trabajo de campo y conocía bien el mundo de los bajos fondos. Como curiosidad cabe resaltar que tuvo encontronazos dialécticos con Sir Arthur Conan Doyle en relación al ocultismo y el espiritismo. Wallace fue siempre un gran escéptico (razones para ello no le faltaban), mientras que Doyle, hombre inteligente y culto por otro lado, defendía la posible utilidad del uso de los espíritus como detectives.

Edgar Wallace en torno a 1928-30 y portada de la edición española de Planeta de 1988

La obra de que les voy a hablar es ya un clásico del género del thriller, y prácticamente su fundador, Los Cuatro Hombres Justos. En esencia, el argumento es simple: un grupo de ricos, educados y relativamente jóvenes justicieros, cuando consideran que las leyes actuales no permiten castigar al culpable de un crimen, se dedican a tomarse la justicia por su mano. Para ello emplean refinados métodos que hacen difícil en algunos casos considerar asesinato la muerte, que acaba siendo clasificada como suicidio o muerte natural por la policía. Operan en todo el mundo y nadie conoce sus verdaderas identidades, por lo que las muertes no son relacionadas unas con otras. Algunos de los fallecidos son, además, personas aparentemente honradas. Y es sólo tras su muerte que se descubren los trapos sucios que ocultan.

La acción de la novela transcurre en el Londres de principios de siglo. Faltan todavía nueve años para el comienzo de una primera guerra mundial que nadie espera (aunque la política de alianzas y la cuestión colonial ya estaban causando problemas) y diversos movimientos nacionalistas y revolucionarios comunistas y anarquistas, que Chesterton parodió magistralmente en "El hombre que fue Jueves", recorren Europa. En este contexto, se pretende aprobar en el Reino Unido una ley que permitiría la extradición de extranjeros por ofensas políticas. Los "cuatro hombres justos" entienden que esta medida supondría la entrega opositores a los gobiernos corruptos que les obligaron a huir (Por cierto, la acción de la novela se inicia en España, uno de los personajes es gaditano y, además, uno de ests opositores es un carlista refugiado en Inglaterra). Por ello, amenazan al impulsor de la ley, el Ministro de Exteriores, con poner fin a su vida si sigue adelante. 

Es en este punto donde la novela adquiere un mayor interés para mi. Por un lado, todos sabemos que existen iniciativas y leyes más y menos populares, y que siempre hay presión de diversas fuentes para aprobarlas o relegarlas al olvido; pero presión legítima, sin amenazas de muerte o coacciones de ningún tipo. Por otro lado, El ciudadano medio, y sobre todo en tiempos de crisis e incertidumbre, puede sentirse atraido por la idea de unos justicieros que, sin buscar riquezas ni poder, castigan a "malvados" que están dentro de la ley. Reproduzco las palabras que pone en boca del Primer Ministro para ilustrar mejor lo que quiero decir:

"Es una idea poética [...] y el punto de vista de los cuatro es completamente lógico. Pensemos en el enorme poder que para bien o para mal se concede con frecuencia a un solo individuo: un capitalista controlando los mercados mundiales, un especulador acumulando en sus almacenes algodón o trigo mientras los molinos están paradosy la gente desfallece de hambre, tiranos y déspotas con los destinos de las naciones entre el pulgar y el índice..., y después pensemos en esos cuatro hombres a los que nadie conoce; vagas, sombrías figuras que se pasean trágica y majestuosamente por el mundo, condenando y ejecutando al capitalista, al especulador, a los tiranos..., a todas las fuerzas del mal, a todos cuantos se hayan más allá del alcance de la ley. Hemos dicho de tales seres, quienes estamos inspirados por el misticismo, que Dios los juzgará. He aquí a hombres que se arrogan el derecho divino de un juicio superior."

Las relativamente jóvenes democracias liberales de la época, se enfrentaron a numerosos problemas para su consolidación. Stefan Zweig lo describió con gran claridad en El mundo de Ayer. Hoy, con democracias consolidadas, quizás no nos encontremos exactamente en la misma situación, pero los escraches y el descontento social generalizado de la población hacia aquellos que consideran culpables de la crisis (políticos, entidades bancarias, especuladores varios, constructores...) pueden constituir el caldo de cultivo propicio hacia una degeneración de la situacion que lleve a ver con buenos ojos la aparición de "vengadores" que se tomen la justicia por su mano ante situaciones que consideren injustas. Quizás estoy siendo demasiado pesimista, pero algo me incita a pensar que una encuesta seria sobre este tema daría unos resultados alarmantes.

Otra cosa que me ha interesado del libro, es la descripción del papel de la prensa. El autor, siendo periodista también, conoce muy bien los entresijos de negocio y lo describe con meticulosidad. El tratamiento inicial de la noticia varía según el medio, desde aquellos que se la toman a chufa o la reproducen sin más, hasta aquellos que, haciendo las cosas bien, la contrastan y acuden a la fuente. La demanda de información es constante, como ahora. Pero mientras que hoy basta con acudir a la edición digital, actualizada varias veces al día, de cualquier periódico o seguir su twitter, antes simplemente se imprimían varias ediciones diarias según las necesidades. Era una época dorada para la prensa escrita en papel, que hoy parece casi un recuerdo del pasado.

El libro no olvida la descripción del trabajo policial y detectivesco y el planteamiento de numerosos enigmas construidos a modo de rompecabezas y que encajan justo al final. A diferencia de los detectives aficionados que pululan por la literatura de la época (Lord Peter Wimsey, Philo Vance, Joseph Rouletabille y otros muchos)   aquí los investigadores forman parte del cuerpo de policía. No podría considerarse un buen libro de detectives si no contuviera un caso de muerte en habitación cerrada, género que Gaston Leroux, sin ser el primero en plantearlo, catapultó a la fama con Misterio del cuarto amarillo, y si no hubiera una explicación perfectamente racional para hechos aparentemente inconexos o sobrenaturales.

Este título ha conocido diversas ediciones en España y ha sido adaptado al cine y a la televisión en varias ocasiones. Para los amantes del cine clásico, les recomiendo la película de Walter Forde de 1939. No es especialmente extenso, apenas 150 páginas, que se leen con rapidez y fluidez.

¿Alguna sugerencia de lectura?

2 comentarios

  1. Reseña acertada y ecuánime, libre de los irritantes prejuicios de ciertos críticos, literatos fracasados, que hablan con desdén de la narrativa popular.

    Añado algunos datos:
    El libro fue incluido en la colección 'Círculo del Crimen' por Antonio Picazo gracias a una sugerencia mía. Su primera reacción fue de sorpresa:
    —¿Dice usted que el primer libro de la serie de los Hombres Justos está sin traducir? ¡No puede ser! ¡Si todas las obras de Wallace han sido vertidas al castellano varias veces...! ¿Cómo es posible que los editores hayan cometido tamaña omisión...? La incluiré en la colección.
    Convinimos en que yo revisaría el estilo de la traducción, que debía encargarse a un traductor previamente integrado en la nómina de Planeta. Fui corrigiendo aceleradamente los folios mecanografiados que me iban llegando por correo en tandas de 30 o 40, y el resultado final es el libro que usted ha leído... con una salvedad. En ese libro falta la introducción que incluí en la edición original.
    Graham Greene resaltó el pasaje en que los londinenses se agolpan, expectantes, en torno a la residencia oficial del Primer Ministro, a quien los Cuatro Justos habían sentenciado a morir antes de una hora determinada. Este esquema básico, tan repetido por los cultivadores del thriller, adquiere una dimensión épica en manos del Rey del Misterio. Green comenta: "Edgar Wallace sabía crear una leyenda".
    LA MULTITUD QUE BLOQUEABA los accesos a Whitehall pronto comenzó a crecer al circular la noticia de la muerte de Billy, y poco después de las dos de aquella tarde, por orden del comisario, el puente de Westminster quedó cerrado al tráfico y a los peatones. La sección del Embankment comprendida entre Westminster y el puente de Hungerford fue a continuación despejada de curiosos por la policía; se interceptó la Avenida Northumberland y para antes de las tres no quedaba, en un radio de unos quinientos metros en torno a la residencia oficial de sir Philip Ramón, ningún espacio sin controlar por los representantes de la ley. Los miembros del Parlamento eran escoltados hasta la Cámara por policías montados y, tomando sobre sí una gloria reflejada, eran aclamados por el gentío. Durante toda la tarde cien mil personas esperaron pacientemente sin ver nada, salvo, cuando se empinaban sobre las cabezas de la tropa policial, las agujas y las torres de la Madre de los Parlamentos, o las lisas fachadas de los edificios. En la plaza de Trafalgar, a lo largo del Mall hasta donde la policía se lo permitía, en la bajada de la calle Victoria, incluso (ocho personas) en el Dique de Albert, creciendo en volumen a cada momento, Londres esperaba, esperaba con paciencia, ordenadamente, contentándose con fijar su vista en nada, sin obtener a cambio de su cansancio otra satisfacción que a de estar tan próxima como era humanamente posible a la que iba a ser la escena de la tragedia. Un forastero recién llegado, desconcertado a la vista de la concurrencia, preguntó el motivo de la misma. Un individuo algo separado del enjambre del Embankment apuntó más allá del río con el tubo de su pipa.
    —Estamos esperando a que maten a un hombre —dijo simplemente, como quien alude a una función familiar.

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  2. (Continuación)
    Entre el apretado gentío, los vendedores de periódicos hacían su agosto. Las hojas color rosa pasaban de mano en mano por encima de las cabezas de la muchedumbre. Cada media hora salía una nueva edición, una nueva hipótesis, una nueva descripción del ambiente, del que los mismos lectores formaban parte pintoresca, aunque ineficaz. El despeje del Embankment del Támesis produjo una edición; el cierre del puente de Westminster otra; el arresto de un socialista que trató de arengar a la multitud de Trafalgar Square, fue la causa de otra edición. Todas las incidencias del día quedaron fielmente registradas y fueron industriosamente devoradas. Estuvieron esperando toda la tarde, revisando una y otra vez la historia de los Cuatro, teorizando, especulando, enjuiciando. Se habló del momento culminante como si de un espectáculo anunciado se tratase, en tanto contemplaban las tardas agujas del Big Ben4 que iban dejando atrás los remolones minutos. «Sólo dos horas más de espera», decían a las seis, y esa frase, o más bien el tono de complacida anticipación con que se decía, ponía de manifiesto el ánimo de la chusma; pues la chusma es siempre cruel, despiadada e implacable.
    Sonaron las siete, y el tormentoso murmullo cesó. Londres observaba en silencio, con latidos acelerados, el moroso movimiento en los cuadrantes del inmenso reloj durante la última hora.
    En las disposiciones adoptadas en Downing Street se habían introducido ligeros cambios, y fue poco después de las siete cuando sir Philip abrió la puerta de su despacho, donde se hallaba solo, y llamó por señas al comisario y a Falmouth. Ambos se le acercaron, deteniéndose a unos pasos de la puerta.
    El ministro estaba pálido, y en su rostro había líneas nuevas. Pero la mano que sostenía el periódico estaba irme, y el semblante se asemejaba al de una esfinge.
    —Voy ya a cerrar con llave la puerta —dijo sosegadamente—. Supongo que se están llevando a cabo todas las precauciones adoptadas...
    —Sí, señor —respondió el comisario con el mismo tono voz.
    Sir Philip iba a hablar, pero se contuvo.
    Sin embargo lo hizo al cabo de unos instantes.
    —De acuerdo con mis luces he sido un hombre justo —murmuró más bien para sí—. Suceda lo que suceda, estoy seguro de haber obrado bien... ¿Qué es esto?
    Desde fuera, débilmente, llegaba un clamor.
    —El pueblo., que lanza vivas en su honor —explicó Falmouth, que poco antes había realizado una ronda de inspección.
    El ministro curvó desdeñosamente un labio, y el familiar ácido empapó su voz. —Se sentirán terriblemente desilusionados si nada ocurre —dijo con amargura—. ¡El pueblo! ¡Dios me libre del pueblo, de su simpatía, de sus aplausos, de su insufrible piedad!
    Dio media vuelta y desapareció tras la pesada puerta de su despacho, que cerró lentamente. Los dos policías oyeron el clic de la cerradura al girar la llave.
    Falmouth consultó su reloj.
    —Cuarenta minutos —fue su lacónico comentario.

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