martes, 9 de febrero de 2016

Libertad de expresión y el derecho a ofender

La controversia surgida en relación con la representación infantil de títeres en que se ahorcaba a jueces, asesinaba y violaba monjas y aparecían pancartas en favor de ETA, dice mucho sobre como se ha reducido el margen de tolerancia y libertad de expresión en nuestra sociedad actual. Es la punta del iceberg de una libertad de expresión siempre frágil y atacada, aunque pueda ser de modo bienintencionado, desde todo el espectro político.

Serie postal turca dedicada al teatro de títeres, en concreto, a Karagöz y Hacivat.
Se trata de una discusión que reaparece con carácter cíclico. Este pasado año,sin ir más lejos, surgió cuando el diputado por Amaiur, Sabino Cuadras, rasgó en el Congreso varias páginas de la Constitución; con Guillermo Zapata, cuya duración como edil de cultura del ayuntamiento de Madrid fue cuanto menos breve, merced a tuits de humor negro y dudoso gusto; o la tuitera valenciana que humilló en los mismos a víctimas de ETA y ha sido condenada por ello a dos años de prisión.

Por cuestionables que sean estas conductas, no creo que puedan merecer condena penal ni que se pretenda proteger a la sociedad de todo estímulo negativo (sin contar la cuestión del derecho a decidir uno mismo qué considera negativo o positivo). Lo único que se logrará de esta manera es crear una nueva generación más intolerante, que considera como un derecho el no tener que sentirse ofendidos, olvidando que en la vida real siemrpe habrá quien piense de modo diferente y además lo verbalice.

En España, podemos recordar en el ámbito universitario, supuestamente el más abierto al debate de ideas de todo tipo, ponentes que fueron vetados después de haber sido invitados a participar en mesas redondas o conferencias, debido a protestas estudiantiles; o conferencias en curso reventadas por aquellos demasiado ofendidos para escuchar a personas que consideraban non-gratas. Estados Unidos lleva ya viendo la libertad de expresión seriamente afectada y recortada por la amenaza de denuncia de estudiantes que se sienten ofendidos o consideran discriminatorio, no ya exponer una opinión, sino siquiera por enseñarla; y profesores temerosos de promover el debate por miedo a que alguien se sienta ofendido y termine con su carrera docente. Incluso los festivales de música sufren esta lacra, como el Rototom Sunsplash de Benicassim, cuyos organizadores primero vertaron al cantante judio estadounidense Matisyahu por negarse a hacer una declaración política sobre Palestina... que sólo le exigían a él. Hasta el humor se encuentra amenazado si no creamos adultos críticos, razonables y resistentes a la tensión que genera ver las propias ideas confrontadas a otras.

Una sentencia mítica del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Caso Handyside , defendía con gran lucidez la libertad de expresión como fundamento esencial de una sociedad democrática, precisando que esa afirmación era válida “no sólo para las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una “sociedad democrática”. Esto significa especialmente que toda formalidad, condición, restricción o sanción impuesta en la materia debe ser proporcionada al fin legítimo que se persigue.

No se trata, pues, de la defensa de la opinión dominante en un momento dado, sino la de todos.
Parece haberse olvidado que la tolerancia se predica, precisamente, respecto de adversarios, es decir, personas en posiciones antagónicas en las que, los defensores de cada parte, pueden sentirse ofendidos por la mera existencia de la otra, aunque ambas defiendan doctrinas comprehensivas razonables, en el sentido que defiende Rawls en su "Liberalismo político".

¿Qué se puede hacer: prohibimos una de las posiciones o se hace una regulación más estricta? Ninguna de las dos posiciones resulta especialmente satisfactoria, puesto que, por bienintencionadas que puedan ser, acaban conduciendo irremediablemente a la censura y, peor, la autocensura de opiniones que pueden resultar perfectamente razonables.

La mejor vía, es seguir la senda del mercado de ideas (marketplace of ideas), inicialmente esbozada por John Milton en su "Areopagítica", en defensa de la libertad de expresión, y por John Stuart Mill en su clásico "Sobre la libertad", es hoy la doctrina consolidada que sigue el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en relación a la libertad de expresión. La idea que subyace es que, si se permite el debate público de ideas enfrentadas, la verdad acabará prevaleciendo. El gobierno deberá abstenerse de adoptar medidas que apoyan a una u otra.

Lógicamente, una gran libertad de expresión conlleva siempre la aparición de personas que abusarán de ella Pero es preferible un debate público abierto, que permita a la ciudadanía recordar los argumentos por los que defiende ideales tales como la justicia y la libertad, a una autocensura impuesta por miedo a ser tachado de ofensivo. Los límites deben ser los mínimos imprescindibles.

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