viernes, 5 de febrero de 2016

El Japón Meiji: un mundo en transformación. (1) Una introducción.

Como apasionado de la historia y particularmente de Japón, me parece fascinante el modo en que se desarrolló su historia a partir de la apertura forzosa al exterior en 1854. Para ver en perspectiva como pasaron de parias a potencia, hay que comenzar por el momento que cambió el rumbo de la historia japonesa para siempre.

La batalla de Sekigahara (1600), puso fin a las guerras intestinas que habían asolado Japón durante años. Aunque no fue hasta 1615 cuando Ieyasu Tokugawa derrotó definitivamente a lo que quedaba de los ejércitos de Toyotomi Hideyoshi, refugiados en el castillo de Osaka.
Detalle de pintura que recrea la batalla de Sekigahara. Fuente: Wikipedia con licencia Creative Commons
Con la instalación del Bakufu, la sede del gobierno del shogunato, en Edo (actual Tokio) por Ieyasu, se abre un periodo de estabilidad inédito en Japón y que duraría dos siglos. También se inicia un periodo de aislamiento, con el cierre, salvo un pequeño enclave del puerto de Yokohama, a toda influencia extranjera y la expulsión sin demasiados miramiento de los jesuitas y persecución a los cristianos convertidos. Sin embargo, la paz y el aislamiento tuvieron como coste un retraso tecnológico de dos siglos que impidió a Japón hacer fente a la "amistosa sugerencia" del presidente norteamericano Millard Fillmore, transmitido a través del comodoro Perry, de entablar relaciones comerciales. La situación de desventaja tecnológica y el realismo político del Shogun (y una cierta ingenuidad al pensar que las cosas no pasarían de ahí), explican que aceptara, sin enzarzarse en un cruento conflicto que no podría ganar, y firmase el Tratado de Kanagawa en 1854 concediendo todas sus peticiones. A este siguieron otros tratados desiguales con potencias occidentales.

La sensación de impotencia precipitó el fin del shogunato Tokugawa y rompió el frágil equilibrio que mantenía con los daimyos (barones territoriales). Al intentar acallar las críticas, se abrio la caja de los truenos: el emperador, que llevaba 200 años sin pronunciarse en política, habló; y lo hizo en contra de los extranjeros y los tratados. Es verdad que el alejamiento de la realidad producido por su proverbial aislamiento no pudo contribuir positivamente a ver con claridad la situación. En cualquier caso, los daimyos de las zonas del suroeste más alejadas del archipiélago japonés, Satsuma, Chosu y Tosa, dieron la bienvenida al comercio y establecieron industrias, aunque fuese de modo instrumental, para conseguir fondos con los que financiar la adquisición de armas y el pago a instructores extranjeros.

Ya en la década de 1860 se hizo evidente que el shogunato no podía continuar como lo había hecho hasta ahora y se pusieron sobre la mesa tres posibles soluciones: una que pasaba por centralizar el poder en el shogun, terminando con el de los daimyos, una segunda que abogaba precisamente por la descentralización del poder, poniéndolo en manos de estos mismos daimyos o, una tercera solución bastante más expeditiva, que suponía sustituir directamente el gobierno Tokugawa por gente nueva.

Al final, se produjo un golpe de estado en toda regla el 3 de enero de 1868 desde el palació imperial de Kioto, que restauraba la autoridad imperial. Se abría una nueva era: la era Meiji, cuyo lema fue "bunmei kaika" (Civilización e ilustración). Por supuesto, el gobierno del emperador era puramente nominal, siendo sus consejeros, particularmente Okubo Toshimichi, Kido Takayoshi e Ito Hirobumi, quienes ponían las palabras sobre las que estamparía su sello.

De izquierda a derecha: Ito Hirobumi, Okubo Toshimichi y Kido Takayoshi, artífices de las reformas. Fuente: Hirobumi y Takayoshi, Wikipedia, Takayoshi, National Diet Library,con licencias Creative Commons.
Okudo, Kido, Ito y otros miembros del nuevo gobierno se lanzaron a una carrera de reformas y aprendizaje para recuperar el tiempo perdido, ponerse al nivel de las potencias occidentales y acabar con los tratados desiguales. Las expediciones a países extranjeros se hicieron habituales a partir de 1870, recogiendo información de todo tipo: social, política, económica, tecnológica... Así mismo, a través del establecimiento de generosos salarios y otros incentivos, se atrajo a profesionales extranjeros de todos los ámbitos para formar una nueva generación, ávida de conocimiento, en el propio país.

Las observaciones realizadas llevaron al nuevo gobierno a acabar con el rígido sistema feudal de clases, permitir a la gente tener apellidos (privilegio reservado durante mucho tiempo sólo a los samurais) y elegir su oficio. Se estableció un sistema de educación obligatoria y se reformó el ejército, que dejaría de estar formado por samurais. Se acabó con los ejércitos privados de los daimyos, creando un ejército de carácter nacional formado por reclutamiento forzoso de los mayores de 21 años para servir durante tres años. El país se industrializó a marchas forzadas, a lo que contribuyó el desarrollo vertiginoso del ferrocarril.

En la década de 1880, Japón ya era otro. La vida cultural sufría una verdadera explosión en la literatura, pintura y otras artes, se volvió a admitir el culto cristiano y se terminó la década con la aprobación de una constitución (1889) que establecía un régimen parlamentario (Dieta japonesa). Sin embargo, dado que se trataba de una constitución otorgada, los poderes limitados del parlamento y su consiguiente debilidad, ya que la soberanía seguía residiendo en el emperador y en su consideración como divinidad, acabarían conduciendo a posteriores conflictos.

Hubo sombras en este proceso. El desarrollo no fue igual en todo el territorio, tardando más en llegar a las áreas rurales. Al igual que en Europa, la industrialización, por la falta de protección laboral de la época, supuso miseria y largas jornadas laborales. La mayoría de cambios no fueron aceptados con facilidad, incluso cuestiones que parecen más nimias, como la adopción del calendario gregoriano. Pero en conjunto, produjeron un Japón orgulloso que nada tenía que ver con el enfermo que había capitulado en 1854. Todo ello gracias a estadistas que supieron estar a la altura y aplicar políticas rupturistas con el pasado, pero desde el continuismo de las instituciones previas. No en vano se habla de Restauración Meiji y no de revolución. La figura del emperador fue clave para, a pesar de las oposiciones, llevar a cabo reformas progresivas.

¿Cómo se vieron y vivieron estos cambios? Observadores extranjeros e intelectuales japoneses dieron cuenta de ellos en sus obras, en las que se puede apreciar en ocasiones una cierta angustia por la incertidumbre ante un mundo en cambio y una cierta añoranza del pasado. En posts posteriores sobre este tema, entraré a comentar algunos de los que me parecen más relevantes. Rudyard Kipling, Lafcadio Hearn, Francisco de Reynoso y Soseki Natsume, entre otros, nos ofrecerán visiones únicas de una transformación vivida desde dentro.

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