lunes, 22 de agosto de 2016

Génesis y desarrollo del discurso del odio: retos constantes a la libertad de expresión

Tras la II Guerra Mundial, se aprecia la necesidad de poner algún tipo de barrera entre los Derechos Humanos y el poder del Estado. Es más, se pretende que dichos derechos sean defendidos por el Estado, que deberá abstenerse de decidir qué ideas u opiniones son razonables o admisibles. 

 Pero las diferencias en relación a la libertad de expresión comenzaron a surgir irremediablemente durante las comisiones preparatorias de redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los países comunistas fueron los más interesados en la construcción e inclusión del concepto de hate speech (Kiska 2012: 117), mientras que los países occidentales buscaban una libertad de expresión en sentido amplio. A nadie se le escapa que este interés en proscribir determinados tipos de discurso amparándose en el hate speech, sólo buscaba impedir discursos disidentes pro-democráticos en los países comunistas. No está de más recordar, por ejemplo, que el Pacto de Varsovia, supuestamente defensivo contra un enemigo exterior, sólo actúo en dos ocasiones al interior de Estados miembros que exigían libertad y democracia.
El trabajo de Mchangama sobre los sórdidos orígenes del discurso del odio (2011), recoge como en la propuesta inicial de Reino Unido para la redacción del artículo sobre la libertad de expresión (el futuro artículo 19), se incluía la posibilidad de que los Estados limitaran dicho derecho en interés de la seguridad nacional, para evitar la incitación a la violencia y desórdenes públicos y las publicaciones ofensivas. Al mismo tiempo, sin embargo, Reino Unido reconocía el peligro que se escondía en estas palabras, toda vez que se da un poder mayor de lo necesario o deseable para la limitación de la libertad de publicación. Por otro lado, la posición inglesa difería sustancialmente de la soviética, ya que entendían que dichas restricciones sestaban dirigidas únicamente a aquellas publicaciones que defendieran el uso de la violencia y que, además, los gobiernos no tienen la obligación de ejercer esos poderes de limitación.

La posición soviética era además absolutamente sectaria y sesgada, como se vio claramente con la definición de fascismo que propuso: “La sangrienta dictadura de la parte más reaccionaria del capitalismo y los monopolios”. Es decir, fascistas eran todos los demás países, menos las “democracias populares”. La propuesta soviética fue rechazada por amplia mayoría, pues era obvio que cualquier limitación a la libertad de expresión en el texto sería empleada para perseguir cualquier ideología política o demanda social que se opusiera al comunismo; única democracia real según su propia percepción.

Donde sí logró anotarse un tanto la posición soviética, fue en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que junto a un reconocimiento expreso de la libertad de expresión en su artículo 19, recoge la prohibición del discurso del odio en el 20 (2). Este artículo fue aprobado con gran controversia tras arduas negociaciones. Pero fueron precisamente los países de corte totalitario los que se aprovecharan para aprobar leyes contra el discurso del odio, que en realidad entienden por tal cualquier crítica hacia ellos, por lo que no sólo no protegen, sino que limitan la libertad de expresión de los disidentes.

La concepción excepcionalmente amplia de la protección de la libertad de expresión en el ámbito estadounidense y las reticencias a limitarlo en cualquier modo, se han traducido en las objeciones presentadas durante las negociaciones en la negociación del PIDCP y CEDR, y en las reservas1 cuando finalmente fueron ratificados en 1992 y 1994 respectivamente, rechazando su contenido en tanto fuera incongruente con la protección constitucional estadounidense. (Walker 1994: 89; Fisch 2002: 463-464)

La desaparición de la Unión Soviética y la expansión de la democracia tras el fin de la Guerra Fría no ha significado el fin de la presión sobre la libertad de expresión, simplemente han cambiado los desafíos a que se enfrenta. Si bien los países occidentales siguen defendiéndola, frente a ellos aparecen los países de la Organización para la Cooperación Islámica, que piden su limitación sobre la base de oponerse a la difamación de las religiones y a la islamofobia, amparándose en la legislación internacional sobe Derechos Humanos.

Esta misma organización redactó y adoptó, en 1990 en el Cairo, una versión descafeinada y subordinada en todo momento al Islam de los Derechos Humanos. De hecho, su artículo 21, dedicado a la libertad de expresión, reza textualmente que “todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión libremente, siempre que no contravenga los principios de la Sharia”. Además, como ya se aclaró durante un debate en las Naciones Unidas en 1995, desde la perspectiva islámica “la libertad de pensamiento, opinión y expresión no justifican en ningún caso la blasfemia”. El problema es que, lo que se entiende por blasfemia es extremadamente vago y ambiguo y, en aquellos países donde existe normativa que la prohíbe, se observa su utilización como mecanismo de control de opositores políticos y para reprimir a minorías religiosas.

Pero las amenazas a la libertad de expresión no terminan aquí y aparecen en lugares relativamente inesperados como las universidades, toda vez que se supone que en éstas se fomenta el pensamiento crítico y el libre debate de ideas, aunque no sean las dominantes o comúnmente aceptadas. De hecho, como señala Lukianoff (2015: 1-3), un movimiento sin líderes claros y encabezado principalmente por estudiantes, se extiende por los campus universitarios para limpiarlos de palabras, ideas y materias que puedan causar malestar u ofender. Esto afecta a lo que se puede decir en clase, incluso como base de una discusión académica. El objetivo final de este movimiento parece ser la creación de “espacios seguros”, donde los jóvenes adultos estén protegidos de palabras e ideas que les causen malestar y, más importante y preocupante aún, castigar a cualquiera que interfiera con este objetivo, aunque sea accidentalmente.

Esto viene ocurriendo desde la década de los ochenta en Estados Unidos y se extiende a todo el mundo occidental. Muchas universidades han adoptado códigos u otro tipo de medidas que buscan regular los discursos permitidos en el campus, aunque en el caso estadounidense no han resistido el escrutinio judicial, lo que ha tenido como consecuencia modos más sutiles de censurar los discursos impopulares que veremos a continuación (Juhan 2012: 1581-1582).

Podemos encontrar dos virtudes y tres vicios en la regulación de los discursos permitidos. Como virtudes, cabe señalar en primer lugar que una política escrita proporciona una guía a la que ajustarse, tanto para quien la aplica como para quien es su destinatario. Además, en segundo lugar, incluso siendo declarada inconstitucional la regulación, cumple una función de reducción de la discrecionalidad y proporciona un estándar de comportamiento. (Juhan 2012: 1587)

Los tres vicios deben ser tenidos en seria consideración. En primer lugar, como consecuencia de la inconstitucionalidad de la mayoría de las regulaciones en este sentido, la mayoría de universidades ha adoptado sistemas de toma de decisiones ad hoc informales y discrecionales de más difícil escrutinio y prueba. Esto produce a su vez, el segundo vicio, al no haber una discusión pública ni un estándar al que ajustarse a la hora de decidir que discurso debe ser permitido, se corre el riesgo de aprobar regulaciones discriminatorias o arbitrarias. Por último, y esto recuerda mucho a la amenaza de la tiranía de la mayoría y la espiral del silencio mencionadas con anterioridad, los gestores del campus pueden verse atrapados por colectivos del campus que se movilicen contra un discurso del odio o que sea simplemente impopular. El hecho de ser acusado o percibido como no simpatizante con estas demandas puede hundir tanto el prestigio de la universidad como la carrera de los gestores, por lo que éstos puede fácilmente dejar de lado la cuestión real de la justicia en favor de intereses institucionales y personales. (Juhan: 1588–1590).

Sí que es verdad que a nivel individual ha habido muchas objeciones a la adopción de códigos restrictivos, algunas de las cuales han dado lugar a un vigoroso debate público que ha evitado que fueran aprobados, aunque la mayor parte de las veces la oposición ha fracasado. No hay que desdeñar la declaración pública realizada en junio de 1992 por la American Association of University Professors en la que señalaba que "la libertad de pensamiento y expresión es esencial en cualquier institución de enseñanza superior" y alertaba sobre el peligro de diferenciar entre discursos de mayor y menor valor, recordando que la libertad de expresión es "una precondición de la propia empresa académica" (Walker 1994: 135-136)

1 La reserva al PIDCP establece tajantemente que “el artículo 20 no autoriza o requiere los Estados Unidos legislen o tomen otras acciones que restrinjan el derecho a la libertad de expresión y asociación protegidas por la constitución y leyes de los Estados Unidos”
La reserva al ICERD apunta en el mismo sentido al establecer “que la Constitución y las leyes de los Estados Unidos contienen una protección extensiva de la libertad individual de expresión y asociación. En consecuencia, los Estados Unidos no aceptan ninguna obligación bajo esta convención, en particular sobre los artículos 4 y 7, para restringir estos derechos a través de la adopción de legislación u otras medidas, en la medida que están protegidas por la Constitución y leyes de los Estados Unidos.”

 
Bibliografía
Declaración de los Derechos Humanos en el Islam (Declaración de El Cairo) 1990
Fisch, W.B. 2002, "Hate speech in the constitutional law of the United States", The American Journal of Comparative Law, vol. 50, pp. 463-492. 
Juhan, S.C. 2012, "Free speech, hate speech, and the hostile speech environment", Virginia Law Review, pp. 1577-1619.
Kiska, R. 2012, "Hate speech: a comparison between the European Court of Human Rights and the United States Supreme Court jurisprudence”, Regent University Law Review, vol. 25, Nº 1, pp. 107. 
Lukianoff, G. & Haidt, J. 2015, "The coddling of the American mind", Atlantic, vol. 316, pp. 42-53.
Mchangama, J. 2011, "The sordid origin of hate-speech laws", Policy Review, , no. 170, pp. 45.
Walker, S. 1994, Hate speech: the history of an American controversy, University of Nebraska Press, Lincoln, Nebraska.

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