Tras la II Guerra
Mundial, se aprecia la necesidad de poner algún tipo de barrera
entre los Derechos Humanos y el poder del Estado. Es más, se
pretende que dichos derechos sean defendidos por el Estado, que
deberá abstenerse de decidir qué ideas u opiniones son razonables o
admisibles.
Pero las diferencias en relación a la libertad de expresión comenzaron a surgir irremediablemente durante las comisiones preparatorias de redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los países comunistas fueron los más interesados en la construcción e inclusión del concepto de hate speech (Kiska 2012: 117), mientras que los países occidentales buscaban una libertad de expresión en sentido amplio. A nadie se le escapa que este interés en proscribir determinados tipos de discurso amparándose en el hate speech, sólo buscaba impedir discursos disidentes pro-democráticos en los países comunistas. No está de más recordar, por ejemplo, que el Pacto de Varsovia, supuestamente defensivo contra un enemigo exterior, sólo actúo en dos ocasiones al interior de Estados miembros que exigían libertad y democracia.
Pero las diferencias en relación a la libertad de expresión comenzaron a surgir irremediablemente durante las comisiones preparatorias de redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los países comunistas fueron los más interesados en la construcción e inclusión del concepto de hate speech (Kiska 2012: 117), mientras que los países occidentales buscaban una libertad de expresión en sentido amplio. A nadie se le escapa que este interés en proscribir determinados tipos de discurso amparándose en el hate speech, sólo buscaba impedir discursos disidentes pro-democráticos en los países comunistas. No está de más recordar, por ejemplo, que el Pacto de Varsovia, supuestamente defensivo contra un enemigo exterior, sólo actúo en dos ocasiones al interior de Estados miembros que exigían libertad y democracia.
El trabajo de
Mchangama sobre los sórdidos orígenes del discurso del odio (2011),
recoge como en la propuesta inicial de Reino Unido para la redacción
del artículo sobre la libertad de expresión (el futuro artículo
19), se incluía la posibilidad de que los Estados limitaran dicho
derecho en interés de la seguridad nacional, para evitar la
incitación a la violencia y desórdenes públicos y las
publicaciones ofensivas. Al mismo tiempo, sin embargo, Reino Unido
reconocía el peligro que se escondía en estas palabras, toda vez
que se da un poder mayor de lo necesario o deseable para la
limitación de la libertad de publicación. Por otro lado, la
posición inglesa difería sustancialmente de la soviética, ya que
entendían que dichas restricciones sestaban dirigidas únicamente a
aquellas publicaciones que defendieran el uso de la violencia y que,
además, los gobiernos no tienen la obligación de ejercer esos
poderes de limitación.
La posición
soviética era además absolutamente sectaria y sesgada, como se vio
claramente con la definición de fascismo que propuso: “La
sangrienta dictadura de la parte más reaccionaria del capitalismo y
los monopolios”. Es decir, fascistas eran todos los demás países,
menos las “democracias populares”. La propuesta soviética fue
rechazada por amplia mayoría, pues era obvio que cualquier
limitación a la libertad de expresión en el texto sería empleada
para perseguir cualquier ideología política o demanda social que se
opusiera al comunismo; única democracia real según su propia
percepción.
Donde sí logró
anotarse un tanto la posición soviética, fue en el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que junto a un
reconocimiento expreso de la libertad de expresión en su artículo
19, recoge la prohibición del discurso del odio en el 20 (2). Este
artículo fue aprobado con gran controversia tras arduas
negociaciones. Pero fueron precisamente los países de corte
totalitario los que se aprovecharan para aprobar leyes contra el
discurso del odio, que en realidad entienden por tal cualquier
crítica hacia ellos, por lo que no sólo no protegen, sino que
limitan la libertad de expresión de los disidentes.
La concepción
excepcionalmente amplia de la protección de la libertad de expresión
en el ámbito estadounidense y las reticencias a limitarlo en
cualquier modo, se han traducido en las objeciones presentadas
durante las negociaciones en la negociación del PIDCP y CEDR, y en
las reservas1
cuando finalmente fueron ratificados en 1992 y 1994 respectivamente,
rechazando su contenido en tanto fuera incongruente con la protección
constitucional estadounidense. (Walker 1994: 89; Fisch 2002: 463-464)
La desaparición
de la Unión Soviética y la expansión de la democracia tras el fin
de la Guerra Fría no ha significado el fin de la presión sobre la
libertad de expresión, simplemente han cambiado los desafíos a que
se enfrenta. Si bien los países occidentales siguen defendiéndola,
frente a ellos aparecen los países de la Organización para la
Cooperación Islámica, que piden su limitación sobre la base de
oponerse a la difamación de las religiones y a la islamofobia,
amparándose en la legislación internacional sobe Derechos Humanos.
Esta misma
organización redactó y adoptó, en 1990 en el Cairo, una versión
descafeinada y subordinada en todo momento al Islam de los Derechos
Humanos. De hecho, su artículo 21, dedicado a la libertad de
expresión, reza textualmente que “todo el mundo tiene derecho a
expresar su opinión libremente, siempre que no contravenga los
principios de la Sharia”. Además, como ya se aclaró durante un
debate en las Naciones Unidas en 1995, desde la perspectiva islámica
“la libertad de pensamiento, opinión y expresión no justifican en
ningún caso la blasfemia”. El problema es que, lo que se entiende
por blasfemia es extremadamente vago y ambiguo y, en aquellos países
donde existe normativa que la prohíbe, se observa su utilización
como mecanismo de control de opositores políticos y para reprimir a
minorías religiosas.
Pero las amenazas
a la libertad de expresión no terminan aquí y aparecen en lugares
relativamente inesperados como las universidades, toda vez que se
supone que en éstas se fomenta el pensamiento crítico y el libre
debate de ideas, aunque no sean las dominantes o comúnmente
aceptadas. De hecho, como señala Lukianoff (2015: 1-3), un
movimiento sin líderes claros y encabezado principalmente por
estudiantes, se extiende por los campus universitarios para
limpiarlos de palabras, ideas y materias que puedan causar malestar u
ofender. Esto afecta a lo que se puede decir en clase, incluso como
base de una discusión académica. El objetivo final de este
movimiento parece ser la creación de “espacios seguros”, donde
los jóvenes adultos estén protegidos de palabras e ideas que les
causen malestar y, más importante y preocupante aún, castigar a
cualquiera que interfiera con este objetivo, aunque sea
accidentalmente.
Esto viene
ocurriendo desde la década de los ochenta en Estados Unidos y se
extiende a todo el mundo occidental. Muchas universidades han
adoptado códigos u otro tipo de medidas que buscan regular los
discursos permitidos en el campus, aunque en el caso estadounidense
no han resistido el escrutinio judicial, lo que ha tenido como
consecuencia modos más sutiles de censurar los discursos impopulares
que veremos a continuación (Juhan 2012: 1581-1582).
Podemos encontrar
dos virtudes y tres vicios en la regulación de los discursos
permitidos. Como virtudes,
cabe señalar en primer lugar que una política escrita proporciona
una guía a la que ajustarse, tanto para quien la aplica como para
quien es su destinatario. Además, en segundo lugar, incluso siendo
declarada inconstitucional la regulación, cumple una función de
reducción de la discrecionalidad y proporciona un estándar de
comportamiento. (Juhan 2012: 1587)
Los tres vicios
deben ser tenidos en seria consideración. En primer lugar, como
consecuencia de la inconstitucionalidad de la mayoría de las
regulaciones en este sentido, la mayoría de universidades ha
adoptado sistemas de toma de decisiones ad
hoc
informales y discrecionales de más difícil escrutinio y prueba.
Esto produce a su vez, el segundo vicio, al no haber una discusión
pública ni un estándar al que ajustarse a la hora de decidir que
discurso debe ser permitido, se corre el riesgo de aprobar
regulaciones discriminatorias o arbitrarias. Por último, y esto
recuerda mucho a la amenaza de la tiranía de la mayoría y la
espiral del silencio mencionadas con anterioridad, los gestores del
campus pueden verse atrapados por colectivos del campus que se
movilicen contra un discurso del odio o que sea simplemente
impopular. El hecho de ser acusado o percibido como no simpatizante
con estas demandas puede hundir tanto el prestigio de la universidad
como la carrera de los gestores, por lo que éstos puede fácilmente
dejar de lado la cuestión real de la justicia en favor de intereses
institucionales y personales. (Juhan: 1588–1590).
Sí que es verdad
que a nivel individual ha habido muchas objeciones a la adopción de
códigos restrictivos, algunas de las cuales han dado lugar a un
vigoroso debate público que ha evitado que fueran aprobados, aunque
la mayor parte de las veces la oposición ha fracasado. No hay que
desdeñar la declaración pública realizada en junio de 1992 por la
American
Association of University Professors
en la que señalaba que "la libertad de pensamiento y expresión
es esencial en cualquier institución de enseñanza superior" y
alertaba sobre el peligro de diferenciar entre discursos de mayor y
menor valor, recordando que la libertad de expresión es "una
precondición de la propia empresa académica" (Walker 1994:
135-136)
1
La reserva al PIDCP establece tajantemente que “el
artículo 20 no autoriza o requiere los Estados Unidos legislen o
tomen otras acciones que restrinjan el derecho a la libertad de
expresión y asociación protegidas por la constitución y leyes de
los Estados Unidos”
La reserva al ICERD apunta en
el mismo sentido al establecer “que
la Constitución y las leyes
de los Estados Unidos contienen una protección extensiva de la
libertad individual de expresión y asociación. En consecuencia,
los Estados Unidos no aceptan ninguna obligación bajo esta
convención, en particular sobre los artículos 4 y 7, para
restringir estos derechos a través de la adopción de legislación
u otras medidas, en la medida que están protegidas por la
Constitución y leyes de los Estados Unidos.”
Bibliografía
Declaración
de los Derechos Humanos en el Islam (Declaración de El Cairo) 1990
Fisch, W.B. 2002, "Hate speech in the
constitutional law of the United States", The
American Journal of Comparative Law, vol. 50,
pp. 463-492.
Juhan, S.C. 2012, "Free speech, hate speech, and
the hostile speech environment", Virginia
Law Review, pp. 1577-1619.
Kiska, R. 2012, "Hate speech: a comparison between
the European Court of Human Rights and the United States Supreme
Court jurisprudence”, Regent University Law
Review, vol. 25, Nº 1, pp. 107.
Lukianoff, G. & Haidt, J. 2015, "The coddling
of the American mind", Atlantic, vol.
316, pp. 42-53.
Mchangama, J. 2011, "The sordid origin of
hate-speech laws", Policy Review, ,
no. 170, pp. 45.
Walker, S. 1994, Hate speech: the
history of an American controversy, University
of Nebraska Press, Lincoln, Nebraska.
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