viernes, 16 de marzo de 2018

Los señores chupatintas

El Estado permanece mientras que los gobiernos pasan y son sustituidos por otros, del mismo signo o del contrario. El sostén y la razón de la estabilidad y durabilidad del Estado es la burocracia, la innombrada octava plaga de Egipto, pero que autores decimonónicos como Robert Michel, con su Ley de hierro de la oligarquía, o Max Weber, con el paradigma de la dominación burocrática, ya entendieron como inevitable.


El hecho que cada organización especializada de cierto tamaño acabe teniendo intereses propios y genere inercias difíciles de romper, tarde o temprano conduce a que se produzcan disfunciones: departamentos enfrentados y haciéndose la puñeta mutuamente, empleados públicos pensando en trabajar lo menos posibley encasquetando su trabajo a otros, oposición y boicot a las órdenes que, siendo legales, les resultan gravosas y opuestas a sus intereses, etc.

Esta situación ha dado lugar también a abundantes sátiras sobre la administración: desde el Yes, Minister británico, pasando por "la casa que enloquece" en Las doce pruebas de Asterix y Obelix y terminando por la pequeña joyita de la que quería hablarles, Los señores chupatintas, de George Courteline (1858-1929).

El autor, muy apreciado en la época por sus escritos satíricos y sus obras teatrales, conocía muy bien el ambiente de la administración francesa de la segunda mitad del siglo XIX; no en vano trabajó durante 14 para el Ministerio de Cultura. Supo recoger como nadie la fauna que se encontró en este particular ecosistema e imprimirle vida y vigor a través de diálogos frescos, ingeniosos y con un toque de pillería.

Los señores chupatintas describen de modo hilarante la imponente adminsitración francesa, más concretamente, el Departamento de Donaciones y Legados, de dudosa utilidad y cuyos funcionarios son una perfecta traslación de todos los tipos que se pueden encntrar en cualquier organización especializada de cierto tamaño:

- El discreto, que por no querer llamar la atención, procura tampoco aparecer por el trabajo, por que sí o excusándose por la muerte, nacimiento, bautizo, boda o enfermedad, propia o ajena, de parte de la inacabable familia de la que parece disponer. Un personaje que acaba resultando simpático por su falta de ambición en lo profesional y que se contenta con que le dejen vivir tranquilo y divertirse con su querida.
- El arribista cizañero, un mamoncete de apariencia encantadora, bien informado y con el don de la ubicuidad, que es capaz de soltar con naturalidad comentarios aparentemente inocentes que perjudican a todos menos a él mismo. Muy seguro de sus propias capacidades (al menos de presumir de ellas, no tanto de llevarlas a la práctica), pero escurriendo el bulto en cuanto puede.
- El loco. Monomaniacos y verdaderos enfermos mentales a los que es imposible echar y que empeoran de día en día, hasta que en un grandioso desenlace en que el jefe de departamento acaba ensartado como un pincho moruno.
- El inútil. Aquel empleado que ya no da más de si, por pura y simple incompetencia. Físicamente presente, calienta su silla desde hace años sin ganas de jubilarse. Siente la administración como su hogar y no está dispuesto a que le echen (ni la administración especialmente dispuesta a hacerlo)
- El buenazo competente. Una rara y desgraciada (para él) confluencia de ser una persona honrada y decente, que aspira al reconocimiento por su trabajo y piensa que todos sus compañeros son dela misma pasta, es sistemáticamente aprovechado por todos sus compañeros de departamento.
- El que todo lo lía. Una variante del anterior, pero donde antes había competencia, ahora hay caos. Con una sincera creencia a prueba de bombas en su propia capacidad y en que todos los demás no valen ni la mitad que él, se apropia de expedientes que destroza, pierde o, peor aún, "resuelve".
- Jefes que no quieren problemas. Una variante del trabajador discreto, pero que ha acabado llegando a puestos de responsabilidad. Encantador y atento con sus subordinados, le entran sudores frios solo de pensar en tener que escuchar quejas y reclamaciones y verse obligado a tomar decisiones.

En poco más de 100 páginas, Courteline desgrana la vida administrativa francesa del último cuarto del siglo XIX, arrancando más de una carcajada y una sonrisa permanente hasta que terminamos la lectura de un tirón.

Lo más curioso, es que algo escrito hace más de 100 años siga siendo hoy tan actual como cuando se concibió: no faltan las noticias de funcionarios que fichan y se van; otros que encadenan de modo legal baja tras baja, de modo legal pero tan desvergonzado que la propia administración no sabe como deshacerse de él; fundaciones públicas vacías de contenido y actividad, pero consumiendo fondos públicos; departamentos sobredimensionados; etc.

Sería injusto acusar a todos los funcionarios de llevar a cabo conductas deshonrosas. De hecho, la mayoría cumplen correctamente con sus tareas y ven estas situaciones antes descritas como hechos anómalos que habría que atajar. Sin embargo, se antoja complicado hacer algo definitivo sin tocar un pilar sacrosanto del mundo funcionarial: la inamovilidad.

El libro es relativamente sencillo de encontrar en segunda mano, aunque animaría a cualquier editorial a echarle un vistazo y plantearse su reedición. Vale la pena.

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