domingo, 15 de marzo de 2020

Lecturas pandémicas

Las pandemias no son ninguna novedad para la humanidad. Desde que existen registros escritos ha quedado constancia de epidemias catastróficas que se extendieron sin control por antiguas civilizaciones, con independencia de lo poderosas que fueran; la antigua China, Sumeria, Grecia, Roma, el Imperio Otomano... todos han sufrido los estragos de la enfermedad.

Fuente: British Library
También somos conscientes del daño que el contacto entre poblaciones separadas durante milenios y con una exposición diferenciada a patógenos ha producido. El descubrimiento de América diezmó muchas poblaciones indígenas por la transmisión de enfermedades comunes en el viejo mundo y para las que no contaban con inmunidad. Como una suerte de karma, aunque existen algunas dudas sobre el tema, el nuevo mundo nos dio la sífilis. Lo anterior tuvo un componente de involuntariedad, pues, visto objetivamente, los conocimientos de microbiología de la época eran virtualmente inexistentes, aunque algunos adelantados pudieran intuir la existencia de un enemigo invisible a nuestros ojos, que sería el responsable.

Obra de Dios, generación espontánea, desequilibrio de los diferentes humores del cuerpo y otras teorías todavía más peregrinas eran, para el común de los mortales, el origen de la enfermedad. Tengamos en cuenta que los primeros microscopios, cuya mejora y desarrollo debemos al holandés Anton van Leeuwenhoek, y la creación de la ciencia de la microbiología, merced a sus múltiples observaciones registradas y al trabajo de otros eruditos de la época, no trajo de inmediato respuestas eficaces a enfermedades antaño endémicas en Europa como el cólera, el paludismo u otras que provocaban una disminución considerable de la esperanza de vida y una gran mortalidad infantil.

La literatura contemporánea ha dejado algunas descripciones fascinantes, como el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que narra precisamente el último gran episodio de peste que asoló Reino Unido entre 1664-1666. Junto con la descripción de la enfermedad en sí, narra con gran vigor las medidas adoptadas para combatirla, así como las reacciones humanas, que van desde la mezquindad hasta la mayor grandeza de espíritu. Pensemos que hubo quien abandonó y tapió sin reparos las casas de personas infectadas, muchas veces familiares y amigos, condenándolas a una muerte segura, si no por la enfermedad, sí por falta de suministros; por el contrario, hubo notables ejemplos de abnegación en la cura y cuidado de los enfermos, aun a riesgo de la propia vida.

La literatura de ciencia ficción ha tratado profusamente el tema de las pandemias globales que asolan a la población y destruyen la civilización tal como la conocemos. De hecho, y pese a la reiterada supervivencia humana a las catástrofes, resulta inevitable reflexionar sobre la fragilidad de la civilización y la facilidad para dar un paso (o un salto de gigantescas proporciones) hacia atrás. 

Somos más dependientes que nunca de una tecnología que, como un arma de doble filo, nos hace la vida más fácil, pero nos hace olvidar o no aprender en absoluto competencias útiles para la supervivencia. No hablo del uso de armas, sino de cuestiones mucho más cercanas como el sector primario, agricultura y ganadería. Nos hemos alejado demasiado de la tierra y creido que los vegetales crecen en los lineales de los supermercados.

Tampoco parece que estemos demasiado preparados para la vida offline. Muchos son incapaces de concebir la vida sin internet; lo mucho que perderían si cae: recuerdos, amistades e información de todo tipo. Los entusiastas del papel con nutridas bibliotecas de temática variada, como el que suscribe estas líneas, somos una especie en extinción y, como las antiguas bibliotecas monacales de donde durante el final de la edad y el Renacimiento se rescataron infinidad de obras clásicas consideradas perdidas para siempre, quizá el último baluarte de la civilización.

Quizá debiera dedicarme a subir memes a la red, a los que reconozco la virtud de quitar hierro a cualquier pandemia, pero la crisis del coronavirus me ha traido a la cabeza un relato que siempre me inquietó mucho, La plaga Escarlata, de Jack London.


London fue un escritor vitalista donde los haya, que describió como nadie al hombre dejado a su propia habilidad para sobrevivir frente a una naturaleza agreste y hostil. Su descripción de las tierras salvajes del norte del continente americano, especialmente el Yukon, ha dejado títulos inolvidables como Colmillo Blanco, La llamada de lo salvaje o Encender un hoguera. Lo que mucho gente quizá no conozca sean sus relatos de ciencia ficción, aunque mejor debieran ser llamados de anticipación, como los de Verne, puesto que en puridad expresaba ideas posibles dados los conocimientos y avances de la época.

La Plaga Escarlata, publicada en 1912, presenta los recuerdos de un antiguo profesor universitario, ya anciano y verdadero último vestigio de una civilización que colapsó cincuenta años atrás, con la aparición de una misteriosa plaga increiblemente mortal. El texto deja la duda de si pudo haber supervivientes o una cura en el continente europeo, aunque me inclino a pensar que la respuesta sería negativa.

En el texto, se narran los primeros momentos de incertidumbre, las confusas noticias que llegan de todas partes y la búsqueda desesperada de un remedio por equipos de investigadores que van muriendo sucesivamente sin remedio; aquellos todavía no infectados, buscan refugio donde pueden y se agrupan para mejorar sus posibilidades, pero el bacilo que causa la enfermedad ya está entre ellos y van cayendo; la desesperación y la barbarie se apoderan de los cada vez más escasos supervivientes, hasta que solo quedan aquellos que parecen tener algún tipo de inmunidad natural.

El esquema lo hemos visto repetido en infinidad de obras literarias, cinematográficas y series de televisión. Richard Matheson nos dejó su Soy Leyenda, cuyo final produce un serio desasosiego. Pero si cambiamos la palabra pandemia por "decadencia" de cualquier tipo, tenemos el universo de La Fundación, de Isaac Asimov. Todas ellas reflexiones perfectamente válidas sobre la delicada salud de la civilización moderna.

Por fortuna, no estamos en esta situación. El virus, siendo preocupante, no parece destinado a aniquilar la humanidad; contamos con sistemas médicos adecuados, suministros garantizados y una inagotable dosis de memes circulando. Nuestros profesionales sanitarios merecen el mayor reconocimiento a su labor, así como nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad. La ciudadanía debe contribuir, aportando su granito de arena con un comportamiento cívico y sensato que facilite su trabajo y la mitigación de la expansión del virus.

Mucho ánimo y buena suerte a todos.

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