Nathaniel Hawthorne (1804-1864), fue uno de los mayores cuentistas norteamericanos del siglo XIX, con relatos de temática gótica, trágicos y escalofriantes en ocasiones, pero siempre elegantes; el terror puede venir en palabras suaves, sugiriendo más que mostrando. No fue de menor calidad su obra larga, reflejada en cuatro novelas, entre ellas la celebérrima “La letra escarlata”, publicada en 1850.
“La casa de los siete tejados”, publicada en 1851, parece a priori la típica novela gótica, con intrigantes males y espíritus diabólicos, pero esconde mucho más. La novela transcurre en su Salem natal, en plena Nueva Inglaterra, iniciándose cuando el coronel Pyncheon, tras unas disputas legales amañadas, logra hacerse con los terrenos de Mathew Maule, acusado de brujería, y edifica su casa familiar allí, falleciendo misteriosamente de lo que se atribuye a una maldición pronunciada por Maule mientras le ajustician: “Dios le dará sangre para beber”. Posteriormente, la acción se traslada al siglo XIX, en el mismo escenario, pero mucho más decrépito y decadente, con algunos de los descendientes del coronel, venidos a menos, como protagonistas. El final resulta sorprendente por su sencillez y completamente inesperado.
Nueva Inglaterra es una zona que parece haber sido proclive a la imaginación de los escritores, destacando H. P. Lovecraft, pero que tiene su razón de ser vista en su contexto histórico. Lo que hoy se conoce como Nueva Inglaterra, lo componen seis estados: Maine, Nuevo Hampshire, Vermont, Massachusetts, Rhode Island y Connecticut. Todos ellos comparten el mismo origen, haber sido colonizados por puritanos desde inicios del siglo XVII, lo que ha dotado de una identidad propia y compartida a la región, que mantiene una casi esquizofrénica convivencia entre el puritanismo y el liberalismo.
Esto tuvo sus consecuencias sociales, que la literatura reflejó. La rigidez de la moral puritana y un equivocado sentido de la dignidad, condujeron a muchas familias de rancio abolengo a languidecer y extinguirse, incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos, que requerían de mayor flexibilidad y funcionalismo. Un sentido de clase que les llevaba a no juntarse, menos aún casarse, con personas que no fueran de su clase social, les dio la puntilla. Cierto es que el mismo clasismo lo plasman las novelas de Dickens, Wilkie Collins, Balzac o Zola (el hidalgo arruinado de “El lazarillo de Tormes” sería también un magnífico e ilustrativo ejemplo), pero no con un aire tan funesto de destino fatal inevitable.
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