jueves, 10 de noviembre de 2016

No es para tanto

El mundo termina, la civilización tal como la conocemos acaba de sucumbir ante la llegada del anticristo del peluquín y ni emigrar a Canadá nos salvará. Las bolsas caen en picado, la incertidumbre crece y el botón nuclear está en manos de un hombre que preguntaba sin ambages "¿Si tenemos armas nucleares, por qué no podemos usarlas?". Ni la elección del propio Chtulhu habría causado tal conmoción.

¿Por qué elegir el mal menor?
Esta es la reacción más habitual fuera de Estados Unidos y que recuerda vagamente al Brexit, pues la "mayoría" jura y perjura que nadie puede haber votado a un hombre tan... "él mismo". Sin embargo, no es para tanto. El problema base de esta ola de histerismo es la mala comprensión de las particularidades del sistema presidencial norteamericano. No sólo el ciudadano de a pie, sino muchas veces la prensa especializada, olvida que el prisma europeo puede no ser el adecuado para juzgar la realidad de un país que, por población, potencia económica y territorio, es casi como un mundo aparte. De hecho, el propio término progresista o liberal en Estados Unidos no tiene el mismo alcance que en Europa, donde personas así calificadas al otro lado del Atlántico posiblemente nos parezcan rancios conservadores.

Si bien la presidencia estadounidense otorga unos amplios poderes a quien ostenta el cargo, esto noimplica en absoluto que goce de un poder omnimodo y sin cortapisas. Aunque a priori parezca que podrá llevar a cabo cualquiera de las promesas elecorales que le han encumbrado hasta el Despacho Oval, ya que los republicanos cuentan a su vez con mayoría en las dos cámaras del Congreso, el Senado y la Cámara de Representantes, la realidad es mucho más compleja y juegan numerosos actores que pueden vetarse e influirse mutuamente.

El primero de esos actores es la propia mayoría republicana en el Congreso. A diferencia del sistema electoral español, de lista cerrada y circunscripción provincial, Estados Unidos utiliza un sistema de circunscripción uninominal, con lo que el congresista elegido responde directamente ante sus electores más que ante su partido. Por ello, no existe disciplina de voto y tener una mayoria republicana o demócrata no garantiza poder sacar adelante cualquier política cuando Congreso y Presidencia son del mismo color. Más aún cuando, como en el presente caso, Trump no se encuentra en buena sintonía con muchos de los congresistas de su propio partido.

Tampoco hay que olvidar el papel del poder judicial. La estricta separación de poderes que rige en Estados Unidos es un producto histórico de la desconfianza contra cualquier institución que pueda acaparar demasiado poder e imponer de nuevo la tiranía. Algunas de las propuestas de Trump, de legalidad más que dudosa, serán recurridas con total seguridad y previsiblemente derogadas por los tribunales.

Sería además un error olvidar la riqueza del tejido asociativo norteamericano, con amplios porcentajes de la población implicados en causas diversas, así como el papel que los diferentes grupos de presión (aceptados con normalidad, registrados y regulados) llevan a cabo para influir en las políticas del Congreso.

Por último, el papel de la prensa como generador de opinión y watchdog (perro guardían) está especialmente protegido por la Constitución estadounidense y los tribunales. Cualquier intento por parte de Trump de reducirla o acallar las feroces críticas que a buen seguro recibirá, está condenado al fracaso. Además, la prensa norteamericana nunca ha sido especialmente complaciente con el poder, por popular que fuera el candidato


En cualquier caso, sería injusto no reconocer la aplastante victoria de Donald Trump, que no ha sido únicamente contra Hillary Clinton, sino también contra otros 16 candidatos republicanos y buena parte del establishment de su partido, que le abandonó y repudió tras el escándalo sobre las declaraciones denigrantes sobre las mujeres. Sin embargo, Trump es para muchos de los 51 millones de votantes que le han otorgado su confianza, la clara representación del sueño americano: un hombre hecho a sí mismo que ha logrado amasar una fortuna.

Es discutible si la elección de Hillary Clinton como candidata demócrata ha sido la más adecuada. La desconfianza que generaba era un verdadero handicap, y no sólo por los antecedentes de su marido o las sospechas de corrupción. Cabe pensar que el conservadurismo norteamericano ha jugado en su contra. Estados Unidos podía estar preparado para aceptar sin problemas un presidente negro como Obama, pero no una mujer. Se ha subestimado al adversario, cosa que nunca se debe hacer. Al menos, el traspaso de poderes se prevé ordenado y sin tensiones innecesarias, pues una característica que honra al perdedor en cada elección presidencial es la aceptación de los resultados y el ejercicio de una oposición leal pero implacable.

Está por ver si Trump, una vez enfrentado con la realidad presidencial, matizará u olvidará (forzado por las circunstancias o por algún repentino acceso de sentido común) algunas de sus propuestas más polémicas. De momento, resulta prometedor el tono conciliador con el que ha recalcado que será el presidente de todos los estadounidenses, aunque resulta claro que habrá cambios, sobre todo en lo relativo a la política exterior. La mutua simpatía que se profesan Putin y Trump es bien conocida, tanto como la enemistad manifiesta entre el mandatario ruso y Hillary Clinton. Esta buena sintonía es una mala noticia para los países aliados de la OTAN y con problemas con Rusia, pues Estados Unidos se mostrará ahora más que reticente a actuar en su defensa.

¿Estamos ante el día del juicio final o, como sostiene Obama, el sol volverá a salir mañana?

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