martes, 21 de agosto de 2018

Los tres impostores. Arthur Machen

Arthur Machen (1863-1947), fue un escritor galés autor de relatos fantásticos y de terror que obtendrían reconocimiento internacional y de escritores tan renombrados del género como el propio Lovecraft y Stephen King. Al igual que ellos, Machen es capaz de sugerir inconcebibles horrores y la existencia de ocultas y perdidas razas, poderes que sobrepasan la razón y cultos siniestros sólo aparentemente olvidados, sin que por ello las historias pierdan verosimilitud.



Los tres impostores se inicia con un diálogo en el presente, entre los personajes principales de la novela, y retrocede en forma de un continuo flashback, de modo que hasta el final es imposible encontrar un sentido completo a la trama y juntar todas las piezas. Los diversos personajes entrelazan historias fantásticas e imposturas descabelladas pero que resultan plausibles en su contexto. El final, lejos de previsible, resulta la mayor sorpresa del libro y demuestra una depurada técnica y gran habilidad para ensamblar una historia sin cabos sueltos.

Las historias se encadenan como si de unos nuevos cuentos de las mil y una noches se tratara. La sucesión de historias entrelazadas y que en algunos momentos hacen olvidar el punto de partida, es una técnica bien conocida que autores contemporáneos de Machen explotaron igualmente: R. L. Stevenson, con el club de los suicidas y el diamante del rajá; G. K. Chesterton, en el hombre que fue que Jueves; y Herman Melville en el estafador y sus disfraces, por nombrar unos pocos ejemplos y sin olvidar que es un recurso que la novela gótica explotó con profusión (no nos olvidemos de Melmoth, el errabundo de Charles Maturin).

Publicado en 1895, es un fiel reflejo de su época: el mundo del progreso y la seguridad británico previo a la Primera Guerra Mundial, con una clase rentista y ociosa (en ocasiones un ocio productivo), que busca nuevos modos de ocupar su tiempo. Da una cierta sensación de nostalgia, sobre todo si se ha leido la descripción que hacía Stefan Zweig en El mundo de ayer de esta época. La ilimitada confianza en el progreso, que avanzó a grandes pasos con la revolución industrial y modificó en poco tiempo el tejido económico y social europeo, dio pies a un sincero optimismo que, lamentablemente, no permitió ponerse en guardia ante lo que se nos avecinaba.

Entre los cuentos insertados en la trama, en El sello negro, resulta interesante encontrar un personaje que pasaría por un perfecto conspiranoico actual (ya saben, una mezcla entre cuñado y rarito que les defiende sin que le cambie el gesto el terraplanismo, los chemtrails, la maldad de las vacunas o, como Casillas, la no llegada del hombre a la luna). Aunque suponga una pequeña digresión, si se topan con individuos de esta calaña, el primer signo para identificarlos es su absoluta inobservancia del principio de la navaja de Ockham, según el cual la explicación más sencilla es, habitualmente, la verdadera. En segundo lugar, son unos apasionados de la selección aleatoria de datos que refuercen el sesgo de confirmación (en puridad, todos acabamos pecando de ello en alguna medida, pero algunos somos un poco más honestos y conscientes de ello y lo tenemos en cuenta al emitir juicios), restringiéndolos a aquellos que apoyen su tesis.

En este caso, la deshonestidad intelectual resulta más sorprendente por ser el personaje un académico, aunque quizá no tanto. En la segunda mitad del siglo XIX en Reino Unido hubo una verdadera explosión de interés por lo oculto y esotérico entre las clases altas y cultivadas. Sir Arthur Conan Doyle fue un ferviente creedor en el espiritismo, pero con un lado escéptico que le llevaba también a destapar los fraudes más evidentes. Alfred Russell Wallace, descubridor junto con Darwin de la selección natural (no entraré en la polémica sobre quien lo descubrió antes. Ambos habían trabajado por separado durante años, llegando a conclusiones muy similares), pasó de un escéptico a espiritista militante. Aunque destapó algunos engaños, por desgracia se topó con más embaucadores bien preparados que acabaron de convencerle.

Una lectura aparentemente banal, pero inteligente y de una factura exquisita, que da pie a la reflexión y a preguntarnos: ¿Podría ocurrirnos?



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