Charles
Maturin (1782-1824) es unánimemente considerado como el último
de los grandes de la novela gótica. Publica en 1820 Melmoth, el
errabundo, obra que habría de darle fama y reconocimiento
universal, incluso de autores posteriores como el propio H. P.
Lovecraft, pero que fue considerada un verdadero escándalo por sus
ataques al catolicismo y el papel protagonista de una suerte de
Mefistófeles.
La novela
sigue con rigor los tópicos del género, que se caracteriza por una
atmósfera tenebrosa y claustrofóbica, manuscritos misteriosos, el
peso de terribles secretos y antiguos pecados que persiguen a
familias enteras durante generaciones y apariciones sobrenaturales. Dichos estereotipos fueron objeto de una deliciosa parodia por parte de Jane Austin en la abadía de Northanger, publicada tres años antes que Melmoth.
La narración es
mucho más que la descripción de las desventuras de un inmortal, que
vaga eternamente sobre la tierra para tentar a los hombres en
momentos de gran necesidad. Es un excelente estudio de costumbres de la
época y una reflexión continua sobre las pasiones humanas y la poca coherencia entre palabras y actos. A esto cabe añadir que Maturin fue un gran lector en su época y Melmoth se encuentra
plagada de referencias literarias que así lo atestiguan.
La acción,
a través de tremendos flashbacks, transcurre principalmente entre
Irlanda, España, Alemania y, aunque no identificada con precisión,
Goa. España ocupa un papel preponderante en la historia, lo que no
debe sorprendernos dado su papel de potencia mundial, aunque en
franco declive cuando aparece el libro, y de defensa de la fe
católica. Se pinta un vívido cuadro de una España mojigata y
rígida. La comparación con otros países no nos deja en muy buen
lugar.
La Iglesia
Católica no sale muy bien parada. Bajo una apariencia de bondad, las
maquinaciones para lograr poder e influencia, a costa de la justicia,
subyacen a toda la trama. La descripción de la vida monástica
ahonda en las miserias de la Iglesia. Los monjes, en su vida
retirada, son mezquinos y rencorosos; se habla mucho de Dios y su
gloria, pero poco hay de cristiano en su comportamiento, cuya falta
de solidaridad y humanidad es abrumadura; los ritos se cumplen
maquinalmente, sin convencimiento real de sus corrompidos espíritus;
no se duda siquiera en falsear milagros. Todo sirve en el nombre del
Señor.
La leyenda
negra de la Inquisición nos acompaña. Los "crímenes ante
Dios" aparecen como infinitamente peores que el parricidio, la
tortura y el asesinato. Aunque algunas de las críticas pueden
resultar algo exageradas, verdaderamente describen cuestiones que se
daban en la época: nepotismo, simonía (compra de cargos
eclesiásticos) e influencia de las instituciones religiosas sobre el poder terrenal.
Hoy puede
resultar extraño, pero durante siglos el acceso a la Biblia estaba
limitado. El Concilio de Trento (1545-1563) solo autorizaba una única
versión de la Biblia en latín, la Vulgata, frente a la reforma
protestante, que impulsó su traducción a las lenguas vernáculas,
permitiendo el acceso directo a los textos sagrados del vulgo.
No extraña
el tono de sus críticas cuando su familia proviene de hugonotes
huidos de Francia, ni tampoco resultan carentes de conocimiento de
causa, toda vez que el propio Maturin es un clérigo de la Iglesia
Anglicana. Su preocupación por la intolerancia religiosa se hace
patente con su crítica a la lucha entre diferentes religiones por
lograr la supremacía y el monopolio, enseñándose mutuamente el
odio y la desconfianza hacia aquellos que no la compartan; crítica
no centrada únicamente en el cristianismo y que se amplía al papel
como ciudadano de segunda que se da a la mujer. Cierto es que su
reflexión termina con una verdadera loa al cristianismo; solo en
comparación con el barbarismo de las demás.
Dentro del
mismo cristianismo, no puede dejar de apuntar el contrasentido que
supone beber todos de la misma fuente, sin discutir los hechos
básicos, pero diferir hasta el extremo en nimiedades que nos
separan. La referencia apunta no solo a las grandes corrientes
cristianas de la época: católicos, protestantes u ortodoxos, sino
también a la competencia entre las diferentes órdenes monásticas
por ser más piadosas que la competencia o por determinar cual es el
lado correcto para atar el cordón de la túnica.
De modo
tragicómico, pone en boca de una apenada y atribulada madre,
palabras de absoluto horror que narra a su confesor por que su hija
piensa que "la religión debería ser un sistema cuyo espíritu
fuera el amor universal [...] Que debe haber algo que incline a
quienes la profesan a hábitos de benevolencia, amabilidad y
humildad, por encima de toda diferencia de credo y de forma".
Una idea verdaderamente espantosa, ¿no creen?
Lo cierto es
que la descripción de la vida monástica, un ambiente cerrado que se
alimenta a sí mismo, puede ser extrapolada a la de cualquier
organización o pequeña comunidad. La falta de estímulos externos
produce una magnificación de las faltas y ofensas (que muy
probablemente no consideraríamos como tales normalmente) y
convierten la vida en un verdadero infierno. La ambición y el deseo
siempre insatisfecho conduce a la creación de nuevos e ingeniosos
métodos para hacer la vida del prójimo menos aceptable.
Entre tantas escenas de, en ocasiones, forzado patetismo e impiedad, siempre hay
espacio para algún contrapunto cómico en momentos de climax, como
la descripción de un anciano monje rogando con fervorosa devoción
(esta vez de verdad) por el fin de su dolor de muelas. Algo logra
después de todo, ya que su dolor pasa de la mandíbula inferior a la
superior. Tampoco el proverbial buen apetito de los clérigos pasa desapercibido, que se sienten más relajados y beatíficos tras entregarse a los placeres terrenales de la carne (mejor cordero o ternera) y los caldos de la tierra (sobre todo tintos).
También se
hace notar la influencia del contractualismo en la obra, con su
clásica dicotomía entre el campo y la ciudad; el buen salvaje y la
sociedad que nos corrompe. La vida en un ámbito urbano, no
representa la panacea. El hacinamiento y la falta de salubridad son
el caldo de cultivo perfecto para incendios, epidemias y otras
catástrofes. La protección que la ciudad puede ofrecer, queda
eclipsada por una desigualdad social más acusada y males más
refinados.
Una obra decididamente completa e indispensable que les dará que pensar. Disfruten de su lectura.
Una obra decididamente completa e indispensable que les dará que pensar. Disfruten de su lectura.
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