sábado, 20 de octubre de 2018

La travesía del pacífico: un viaje a las antípodas de Mark Twain

Mark Twain es un autor que no requiere presentación: muy prolífico y de pluma sardónica y mordaz, retrató como pocos el mundo de su tiempo a través del humor. Cuando en 1894, siendo un escritor plenamente consagrado, lleva a cabo junto a su familia un viaje a Australia y Nueva Zelanda, no cesa de tomar notas en sus diarios que le servirán de apoyo para el posterior relato de estas vivencias que aparecerá en forma de libro en 1897. 
 
La región de Oceanía hacia principios del siglo XX, según la edición del Atlas Portatil Justus Perthes de 1907
La descripción de la travesía en barco por el Pacífico nos deja ya una vívida estampa de la diferente fauna que pulula por estos buques y del tedio que dos o tres semanas en el mismo lugar y viendo siempre las mismas caras puede causar, aunque destaca en todo caso la buena voluntad de la tripulación y un servicio bastante razonable

Sin embargo, lo más interesante con diferencia es la detallada y pormenorizada exposición de todas las facetas de la historia, geografía y cultura australianas y neozelandesa (y de sus esfuerzos por adiestrar a un simpático wombat que le regalaron); sin dejarse en el tintero algo más que una velada crítica al trato de dado a aborígenes y maoríes, aparte de otras cuestiones como el durísimo sistema penal inglés, tan deshumanizado que era capaz de enviar incluso a niños al otro lado del mundo por delitos nimios.

Mark Twain critica sin piedad la idea de civilización que los occidentales llevan al resto del mundo, reducida al absurdo con el ejemplo de los kanakas, termino con el que se designaba en origen a los nativos de Hawái, y que acabó englobando a trabajadores nativos de diferentes islas del Pacífico que eran empleados como mano de obra en diferentes colonias británicas. La descripción que hace es de un delicioso absurdo, y se podría condensar en la idea de ofrecerles cosas que no necesitan niaprecian a cambio de un ridículo sueldo y unas condiciones laborales de semiesclavitud; sobre las técnicas de reclutamiento, tiene también unas palabras.

La especulación con las tierras, produjo burbujas espectaculares (se nota que no aprendemos) que por poco no terminan con las que hoy son algunas de las ciudades más prósperas y pobladas de Australia, como Adelaida. Solo el descubrimiento de yacimientos minerales y el éxito de la industria cárnica y lanera la salvaron de quedar desierta y olvidada. Otra burbuja fue la del ferrocarril. Al igual que ocurriera en España casi al mismo tiempo, el negocio estaba más en la construcción en sí de la línea ferroviaria que en la explotación del servicio, con lo que muchas líneas no podían ser amortizadas y acabaron quebrando.

No todo serán críticas, también reseña de modo elogioso la libertad y pluralidad religiosa australiana; las sociedades culturales que surgen por doquier; la construcción de hospitales y otros servicios públicos; el carácter independiente y abierto de las gentes de Australasia; el papel de la mujer y la justa concesión del derecho de sufragio, que en Nueva Zelanda operaba desde el año anterior al viaje del autor, aunque solo fuera el activo. En Australia, habría que esperar diez años más para que se extendiera a todo el país.

Veamos en contexto, la Australia y Nueza Zelanda que se encontró el autor a su llegada.

Australia es el continente más pequeño del mundo, o la isla más grande, según la perspectiva que prefiera adoptarse. En todo caso, fue la última de las grandes extensiones de tierra habitable que permaneció virtualmente ignota hasta hace escasamente dos siglos. Por su extensión y configuración geográfica, conviven en el mismo territorio bosques tropicales con tórridos desiertos, climas templados y macizos montañosos nevados.

Si bien portugueses y españoles pudieron haber avistado sus costas entre finales del siglo XVI y principios del XVII, el honor del primer avistamiento documentado corresponde a los holandeses, cuando Willem Jansz, capitán del Duyfken, navegó por la costa oeste de la península del cabo de York en 1606. Diez años después, también los holandeses, comenzarón a explorar la costa oeste de Australia. Tasmania sería descubierta en 1642 por Abel Tasman, aunque se la bautizaría como Tierra de Van Diemen,a la sazón Gobernador General de las Indias Orientales.

El primer británico en visitar las costas australianas, por el noroeste, antes de Cook, y la causa de la falta de interés de la Corona por la terra australis, fue William Dampier, en 1688 y 1699. Este buen caballero, además de pirata, resultó ser habilidoso con la pluma y, al poner por escrito sus opiniones, calificó lo que había visto como esteril, yermo y carente de agua, además de tildar a sus habitantes nativos como la gente más miserable del mundo. Ello destruyó durante un tiempo cualquier interés por lo que en aquel entonces se conocía como Nueva Holanda.

Con la llegada del capitán Cook, a bordo del Endeavour, todo cambiaría pocos años después. Quizá muchos no lo sepan, pero la misión principal del barco era realizar observaciones astronómicas; de ahí que el módulo de mando del Apolo XV (1971) y un transbordador espacial (1992) recibieran el mismo nombre como homenaje. La misión secundaria consistía en la exploración del continente australiano, que no había sido cartografiado en su totalidad, descubriendo una gran cantidad de flora y fauna y condiciones ventajosas para la vida. En abril de 1770 tomó posesión formal de la costa este australiana, a la que bautizó como Nueva Gales del Sur.

Durante la década siguiente, los descubrimientos de Cook serían recibidos con curiosidad pero sin un entusiasmo desmedido. Solo el desastre que significó para Reino Unido la pérdida de sus colonias americanas en la década de 1780, provocaría el acelerado desarrollo posterior de la colonización de Australia. La razón principal no fueron precisamente las materias primas, sino la criminalidad. Hasta aquel momento, muchos penados eran enviados al otro lado del Atlántico, una vez se cerró esa puerta, se les comenzaron a acumular.

El primer contingente fue enviado en 1787, al mando del capitán Arthur Phillip. Bajo las órdenes de los militares, los convictos comenzaron la construcción de un asentamiento permanente. El resultado fue desastroso: la falta de planificación, mano de obra cualificada y herramientas inadecuadas, condujeron a la muerte de buena parte del ganado y el fracaso de las cosechas que debieran alimentarles. La llegada de nuevos contingentes de reclusos y el retraso de los barcos de abastecimiento precipitaron y agravaron las hambrunas, que llegaron a su climax en 1792.

Si bien no se volvieron a repetir, lo cierto es que la corrupción entre los oficiales al mando, el alcoholismo (pagar con ron no conduce a un modelo de negocio exitoso) y la criminalidad eran rampantes. Por honrados que fueran los esfuerzos de los siguientes gobernadores para restaurar el orden, sus esfuerzos resultaron sistemáticamente boicoteados... Hasta que en 1810 llegó el coronel Lachlan Macquarie, que aparte de buenas intenciones contaba con su propio regimiento y la orden de enviar de vuelta a Inglaterra al Cuerpo de Nueva Gales del Sur. Macquarie reorganizó la economía, el gobierno y cambió la fisonomía de la ciudad de Sidney.

En poco tiempo comenzó a prosperar la industria bovina y lanera, se exploró el interior del continente y llegaron todavía más penados y colonos libres atraidos por esta bonanza y el posterior descubrimiento de yacimientos minerales (no solo metales preciosos, sino también otros como el cuarzo). Al igual que Estados Unidos o Canadá, Australia sufrió su particular fiebre del oro, con su descubrimiento en Bathurst (Nueva Gales del Sur) en 1851, y las mismas previsibles consecuencias de parón en la economía tradicional, que no lograba encontrar mano de obra dispuesta a quedarse para cosechar los campos e incluso para empleos más cualificados.

En todo caso, el conjunto del siglo XIX fue de gran desarrollo económico, político y social de las colonias australianas, que fueron declarándose independientes gradualmente, bajo jefatura nominal de la Corona británica, hasta la fundación de la Federación Australiana en 1900 y la constitución de su primer Parlamento en Melbourne en 1901.

La concentración de buena parte de la población australiana en la línea de costa entre Darwin y Adelaida y Perth en el sudoeste, no es casual y se debe al régimen de lluvias, que recae principalmente sobre esas zonas, permitiendo la existencia de terrenos fértiles que contrastan con la aridez de los grandes desiertos australianos.

Gentes de todas las procedencias convergieron en Australia, nueva tierra de oportunidades con personas abiertas e independientes. Como curiosidad, en 1879, la población china superaba en una proporción de siete a uno a la europea en los territorios del norte. Hoy sigue siendo tierra de inmigrantes, donde cerca de un cuarto de su población no ha nacido en Australia, y otro cuarto son australianos de primera generación.


La historia de Nueva Zelanda comparte similitudes con la australiana. El honor de su descubrimiento recae en esta ocasión en un español, Juan Fernández, en 1576, seguido de Abel Tasman en 1642, tras lo que se abre un largo vacío hasta que James Cook arriba en 1769 durante la navegación que le llevaría a Australia.

La población local maorí, de origen polinesio, emigró tardiamente a la actual Nueva Zelanda, en algún punto del siglo XIV (Twain habla de los siglos XV-XVI, pero para el caso es irrelevante) y muy probablemente desplazara por completo a la población indígena que existiera en ese momento. La llegada de los europeos, como en otras olas colonizadoras antes, diezmó a los maoríes mucho más que las recurrentes guerras entre ellos a las que estaban acostumbrados. Éstas se hicieron más largas y mortíferas merced a la introducción de armamento moderno (mosquetes) y la patata. Sí, han oido bien, la patata, que al ser un alimento resistente y adecuado para ese clima, crecía bien y evitaba la escasez que pusiera fin al conflicto, por ser perentorio encontrar comida.

Aún así, recibieron un trato notablemente mejor que los aborígenes australianos y les fueron reconocidos sus derechos con la firma del tratado de Waitangi en 1840. Tristemente, los maoríes tendrían que sufrir crecientes fricciones con el creciente número de colonos tras la independencia en 1853, que se saldó con la pérdida o confiscación de muchas de sus tierras.

Para finales del siglo XIX, la economía neozelandesa era tan próspera como la australiana y se apoyaba en los mismos productos: exportación de carne y productos lacteos. La prosperidad atraía nuevos colonos y se daba una verdadera efervescencia social y cultural de la que Twain deja buena constancia.

Sello conmemorativo del 125 aniversario del sufragio femenino en Nueva Zelanda con la imagen de la sufragista Kate Sheppard
Una mención aparte merece la cuestión del sufragio femenino, que con tanto entusiasmo elogia Twain. Si hacemos un poco de historia, comprobaremos que su existencia real no llega a los doscientos años. De hecho, la primera vez que se autorizó en Nueva Jersey en 1776, se trató de un error, pues se empleó la palabra "personas" en lugar de "hombres"; aunque se corrigió en 1807.

Así pues, habría que esperar a 1838 para una concesión del derecho de sufragio a las mujeres que no fuera por error, concretamente en las Islas Pitcairn. No se hacen más avances hasta 1861, precisamente en Australia (el estado de Australia del Sur para ser más precisos), pero el movimiento es ya imparable. La victoria fue de todos modos parcial, ya que el derecho de sufragio pasivo no sería aprobado en toda Australia hasta 1903. En el caso neozelandés, si bien concedieron el derecho de sufragio activo a las mujeres en 1893, hubieron de esperar hasta 1919 para que les fuera concedido el pasivo y pudiesen concurrir a elecciones.

Háganse con el libro cuanto antes y déjense transportar a las ántipodas de otro tiempo.

P.S.: Para la historia de Australia, me basé principalmente en el libro Presenting Australia, con textos de Dalys Colon, edición de 1996.

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