domingo, 26 de agosto de 2018

Todo es Franco

Franco ha vuelto. No al tercer año, como en la famosa novela de Fernando Vizcaino Casas, sino más de 40 años tras su muerte. El franquismo está más presente que nunca, aunque aquellos que puedan ser calificados como tales sean muy pocos e incapaces de articular proyecto político alguno con garantía de un mínimo éxito.

Curiosamente, su figura y su recuerdo perviven más en sus detractores, que le ven por todas partes, que en sus seguidores: muy pocos, pésimamente organizados y sin influencia política real. Lo que es más grave, es que muchos de estos activistas antifranquistas de sofá, nacidos la mayoría con Franco muerto y enterrado, y con un pobre y difuso conocimiento de nuestra historia reciente, no tienen escrúpulos en calificar de facha y fascista a todo aquel que no coumlga con sus ideas, e incluso de tachar todo el actual entramado institucional español de franquista.

Así, nos encontramos con un delirante independentismo catalán, que ve España como un Estado represor, heredero directo del franquismo, obviando de modo peligroso el modo en que han pretendido imponer su proyecto soberanistas sobre la mayoría de la población catalana. Poco de democrático hay en el modo en que aprobaron las leyes de desconexión o modificaron el reglamento del Parlament para evitar que la oposición pudiera decir nada. Ahora que gobierna el PSOE, la burbuja independentista se desinfla y los antiguos socios andan con los cuchillos en alto, les cuesta un poco más mantener esa ficción producto de la autosugestión, lo que ayuda a separar los conceptos de ejecutivo y Administración: los gobiernos, que en democracia pueden ser de cualquier signo, pasan, pero la Administración permanece (Un fabuloso ejemplo de esta afirmación es la serie de la BBC, Sí, Ministro).

También aqueja este mal a Podemos, ahora en retroceso y con un creciente interés y experiencia en las purgas internas, que se muestra incapaz de concebir la existencia de una derecha, centro o izquierda (que no sean ellos), no sospechosa de ser fascista o simpatizar con el fascismo.

Hace apenas quince años, esto no era así. Cuando yo era un joven estudiante de ciencias políticas, asistí a una conferencia del historiador Charles Powell, actual director del Real Instituto Elcano y especializado en la política de la España contemporánea. En 2001 había publicado España en democracia: 1975-2000, que repasaba de modo pormenorizado el periodo de la Transición y su desarrollo hasta el fin de siglo. Era un libro ameno, bien documentado y que ofrecía una visión completa de las luces y sombras del proceso, pero considerando como muy positivo el resultado final.

La sociedad española de los primeros años del siglo XXI, estaba razonablemente de acuerdo con esa visión. Las heridas de la Guerra Civil parecían sanadas. Se celebraba la generosidad, las cesiones mutuas y el sentido común que presidió el espíritu de la transición y que convirtió España en un modelo mundial de cómo pasar de una dictadura a una régimen netamente democrático. A día de hoy, no se me ocurre otro ejemplo de suicidio de un régimen autocrático para dar paso a un proceso democrático constituyente, como el de las Cortes franquistas con la Ley para la Reforma Política que impulsó Suárez.

No fue un proceso perfecto, inmaculado y libre de tachas. Nada lo es, forma parte de la naturaleza humana. Sin embargo, todas las partes estuvieron de acuerdo en no repetir los errores que precipitaron el final de la II República (tampoco un periodo de virtud sine macula), ni transmitir los odios y rencillas a hijos y nietos. Decidieron juntos redactar un nuevo contrato social, la actual Constitución, en la que cupiéramos todos. Dicho texto obtuvo además un refrendo abrumador, con unos amplísimos consensos, que quienes abogan por su modificación deberían tener en cuenta a la hora plantearse su reforma.

¿Qué pretende Pedro Sánchez con la exhumación por decretazo de los restos de Franco? Mucha confrontación social no habrá, como ya he señalado, el verdadero franquista es una rara avis. Lo que verdaderamente presenciamos es la manida estrategia de la cortina de humo para ocultar la realidad: la minoría del actual gobierno, las inmensas dificultades que encaran para llevar a cabo el más sencillo de sus proyectos y las presiones de sus (tan deseados como poner el pie descalzo en un nido de escorpiones) "socios", que se ven en una posición privilegiada para exigir concesiones leoninas o directamente ajenas a la realidad.

Las prisas son malas consejeras. La celeridad con que el PSOE está llevando a cabo los trámites para la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caidos, pretende evitar que recordemos que no es la primera vez que los socialistas están en el poder. Poder del que han gozado, además, con mayorías notablemente holgadas en el pasado, incluso cuando no eran absolutas, y que les habría permitido, si tanto interés y tan importante consideraban la cuestión, debatirla de modo más transparente, en lugar de a escondidas y por la puerta de atrás a través de un Decreto Ley, publicado, para más inri, un sábado en pleno agosto.

Todo con el único objeto de, como reconoció en una monumental metedura de pata el Ministro de Cultura, José Guirao, evitar que la familia Franco pudiese recurrir. Franco puede no ser santo de mi devoción, pero estamos en un Estado de Derecho, con una Constitución que garantiza el derecho a la tutela judicial efectiva. Por otro lado, recordando un poco de historia, el entierro de Franco en el Valle de los Caidos fue una idea de Arias Navarro, contra la voluntad de Carmen Polo y el resto de la familia. Esto significa que posiblemente habría habido medios más suaves y menos mediáticos de llevar a cabo la exhumación, aunque posiblemente con menor cobertura mediática y fuego de cobertura para olvidar los temas realmente importantes que afectan a los españoles.

Sería más sensato convocar nuevas elecciones. Es cierto que ningún partido lograría una clara mayoría, pero quizá los posibles pactos posteriores se hicieran sobre bases más sólidas y permitieran una mayor estabilidad y llevar adelante políticas más consensuadas que tuvieran como objetivo final el ciudadano, y no los malabarismos partidistas.


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