Rusia
es un país extraordinario en muchos sentidos, especialmente su
extensión geográfica, dado que no en vano es el país más grande
del mundo y lo ha sido durante cientos de años. Buena parte de esta
vasta extensión se encuentra relativamente deshabitada y habitada
por una variedad étnica mucho más rica de lo que podríamos
imaginar; sin contar con una naturaleza virgen y salvaje, todavía
razonablemente libre de la acción del hombre. Esto era todavía más
cierto en los últimos tiempos de la Rusia zarista, cuando la
civilización iba alcanzando poco a poco los confines más remotos de
su territorio y se enviaban expediciones cartográficas a finales del
siglo XIX y principios del XX.
El
nombre de Vladimir Arseniev (1872-1930) puede que no diga nada
a la mayoría, pero este célebre naturalista, geógrafo y
expedicionario ruso, en cuyo honor se ha bautizado con su nombre
montañas, glaciares, una ciudad e incluso el eje de delimitación de
dos hábitats diferentes, es el responsable de haber ofrecido sincero
e inmortal homenaje a un buen amigo que le acompañó en su recorrido
por la cordillera Sijoté-Alín, situada en el extremo oriente ruso y
que corre de norte a sur en paralelo al mar de Japón (para que se
hagan un idea más concreta, su latitud viene a ser la de la isla de
Sajalín, situada al norte de la isla de Hokkaido en Japón): Dersú
Uzalá.
Si
este nombre les suena más, es gracias a la grandísima, fidelísima
y bellísima adaptación cinematográfica de Akira Kurosawa en
1976, que supera en mucho la correcta pero mucho más discreta
adaptación soviética de 1961, del director armenio Agasi
Babayán. La particular y meticulosa visión y composición de
Kurosawa y un competente equipo ruso-japonés, junto con unos actores
a la altura, se juntaron para dar nueva vida a una historia que habla
de las maravillas de la naturaleza y la vida incluso en los entornos
más inhóspitos.
El
Dersú Uzalá histórico era un indígena hezhen, una
minoría de la que hoy apenas quedan unos pocos miles de individuos
distribuidos entre Rusia y China. La
región en que vivía era una permeable y no especialmente estanca
frontera entre ambos países, que durante la segunda mitad del siglo
XIX y principios del XX comenzó a sufrir los efectos de la llegada
de colonos de ambos países, e incluso de coreanos y algún japonés,
que alteraron la original composición étnica de la zona y
supusieron un elemento de desequilibrio en la flora y fauna local,
que vio progresivamente reducido su hábitat por la tala, quema para
cultivos y caza indiscriminada.
El
relato de Arseniev, es el de
un mundo en proceso de desaparición y su sustitución por el
progreso; un progreso que no siempre es tal. La sociedad moderna
(incluso la de hace ya cien años) comenzaba un progresivo
alejamiento de la naturaleza, a la que se veía de modo utilitario,
como fuente de materias primas al por mayor, y no de modo
reverencial, como algo a lo que proteger. Los índígenas, udejíes,
hezhen y otros, se veían abocados a la extinción o a vivir como
parias en su propia tierra. Andreiev, todo un adelantado a su época,
ya veía estos peligros y abogaba por la creación de espacios
naturales protegidos y por la protección de los indígenas frente a
los abusos de la población china de la época, que aprovechándose
de su inocencia les tenían en una situación de servidumbre.
Dersú
era un nativo animista, para el que virtualmente todo tenía alma,
que vivió siempre en íntimo contacto con la naturaleza, en
la cual podía leer como si de un libro abierto se tratara, el tiempo
que iba a hacer o interpretar con una precisión rayana en lo mágico,
huellas dejadas por el hombre;
una persona sencilla, honrada
y generosa, cuya humanidad queda patente en todas y cada una de las
anécdotas relatadas por Arseniev.
En esta proyección se puede apreciar lo lejano en relación a la parte europea de Rusia de Jabarosk. La historia transcurre hacia el noroeste de esa ciudad, en paralelo al mar de Japón. |
Dersú
tenía ya casi sesenta años en aquella época, y aunque era un
hombre duro y con recursos, la vista comenzó a fallarle al final de
su vida, por lo que, tras la expedición, Arseniev le ofreció vivir
con él en su casa de Jabarovsk, como así hizo. La vida en la ciudad
acabó deprimiendo el alma de Dersú, quien veía, y no sin falta de
razón, los absurdos de la sociedad moderna, y se sentía
absolutamente desubicado y constreñido; acostumbrado
a la soledad y la libertad de los espacios abiertos, se encontraba
vacío y falto de sentido.
Tras unos meses, pidió permiso para volver a su amada taiga, lo que
hizo con la mayor felicidad.
Ojalá
nos hubiéramos quedado con esta imagen, pero la cosa no terminó tan
bien. Aunque cuando se lee el libro se sabe desde el inicio que Dersú
ya ha fallecido -el libro es un homenaje a su memoria-, no por ello
se siente menos su injusto final a manos de unos bandidos que nunca
fueron identificados.
Quedense
con la grandeza de la naturaleza y el ser humano ligado a ella y
disfruten de una lectura que, pese a la profusión de datos técnicos
de carácter geográfico, metereológico y biológico, no se hace
pesada ni pierde emoción.
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