Todavía no tengo palabras para describir el bochornoso espectáculo, muy preocupante además, que ha supuesto el asedio y asalto al Capitolio de los Estados Unidos. No se trata solo de que una panda de locos y lunáticos, vestidos de modo estrafalario emulando a Jebediah Springfield, se hayan concentrado espontáneamente en torno al símbolo de la democracia norteamericana y lo hayan tomado al asalto; se trata de que dicha acción ha sido producto de las arengas del todavía presidente norteamericano Donald Trump. No solo no ha reconocido su derrota electoral, sino que además ha convencido a sus fanáticos seguidores de estar defendiendo la democracia por no aceptar la victoria del demócrata Joe Biden.
Donald Trump ha hecho gala de mucho más que mera y responsabilidad, se ha dedicado a socavar los cimientos de la democracia norteamericana y del mismo sistema que le aupó hace 4 años a la presidencia pese a haber obtenido menos voto popular. No ha aprendido de sus adversarios demócratas, quienes en aquel momento aceptaron tranquilamente la derrota, conscientes de que las reglas del juego son las mismas para todos y que en otros 4 años habría la posibilidad de cambio con unas nuevas elecciones competitivas. Lo que nunca se les ocurrió a los demócratas, ni siquiera a los republicanos con más sentido común, es que un presidente no solo no reconociera los resultados de las elecciones pese a la evidencia de ausencia de fraude y de haber perdido todas las batallas judiciales planteadas, inclusive ante tribunales de mayoría republicana, sino que además les acusara a ellos de fraude.
El resultado de la actitud incendiaria de Trump ha sido trágico, costando la vida a cuatro de sus seguidores y a un miembro de las fuerzas de seguridad que defendieron el Capitolio. Ni siquiera elementos hilarantes, como el idiota que fue con su tarjeta de identificación del trabajo colgando del cuello (y que ha sido fulminantemente despedido, además de los cargos que le esperen ante los tribunales) o el lumbreras que robó un atril del Congreso para ponerla a la venta en ebay al día siguiente, hacen que podamos considerar este ataque a la democracia como una mera anécdota.
El número de fieles a Trump disminuye entre su círculo más cercano, pero no tengo tan claro que el fanático de base haya perdido su fe en un hombre al que ven como una suerte de dios. Lejos de haber terminado, me inclino a pensar que esto es sólo el comienzo de mayores disturbios a medida que se acerque el día 20 de enero, fecha en que de modo efectivo Trump debería abandonar la Casa Blanca.
La irresponsabilidad del presidente saliente es patente. Ni siquiera en su mensaje para pedir a sus seguidores que abandonasen el asalto hizo autocrítica, sino que siguió defendiendo que había existido fraude y que el resultado era injusto. No sin razón facebook y twitter se vieron obligados a suspender sus cuentas, por el daño potencial que este tipo de mensajes podía generar. Siendo muy pesimistas, y dada la polarización del país entre zonas urbanas y rurales, podríamos estar ante el germen de una nueva guerra civil estadounidense.
Esta no es una idea especialmente nueva, al menos en la ficción, pero la obra "Imperio" de 2008 de Orson Scott Card, más conocido para el gran público por la saga de "El juego de Ender", así como la de Alvin Maker e incluso esa pentalogía de ciencia ficción bíblica que es "La saga del retorno", parece una premonición.
Con "Imperio", Card se adentra en el terreno de la política especulativa contemporánea, planteando la posibilidad de una nueva guerra civil estadounidense y las condiciones que requeriría para darse. En parte se recurre al argumento de un ataque de falsa bandera (sustituyan ataque de falsa bandera por fraude electoral masivo) para desencadenar una respuesta represiva que, presuntamente, pretenda restaurar la constitución del robo sufrido por parte de los tribunales y otras fuerzas.
Pero la cosa no es tan simple, Card critica la polarización de unos políticos y votante, tanto republicanos como demócratas, incapaces de abandonar el sectarismo y llegar a acuerdos razonables, reconociendo al contrario su condición de ser humano y persona que tiene derecho a pensar de modo diferente. El propio Card, mormón militante y no precisamente lo que aquí llamaríamos un izquierdista furibundo, ni siquiera un liberal, tiene sin embargo el enorme mérito de reflejar en sus obras y sus actos una amplitud de miras que debería ser imitada.
Confiemos pese a todo que prevalecerá el sentido común y el respeto a los valores democráticos, que implican también la aceptación de la derrota en la contienda electoral.
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