Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) es un autor de sobras conocido para el gran público gracias a su más inmortal creación: Sherlock Holmes y su fiel compañero, el doctor Watson. Si bien no fue el primer caso de detective sagaz y deductivo de la literatura. El August Dupin de Los crímenes de la calle Morgue de Edgar Allan Poe se adelanta casi medio siglo (1841) a la publicación de Estudio en Escarlata (1887); así como el inspector Lecoq del francés Emile Gaboriau, cuya primera aparición data de 1866.
El gran mérito de Doyle fue dejar establecido el canon del género y provocar una primera edad de oro del género detectivesco con investigadores de lo más peculiar: El doctor del crimen, Profesor Augustus S.F.X. van Dusen; la máquina pensante, Max Carrados; el detective ciego Skin o´My Tooth, también conocido como Patrick Mulligan; Thomas Carnacki, el detective de lo sobrenatural; y tantos otros salidos de la pluma de Jacques Futrelle, Ernest Bramah, William Hope Hodgson y muchos otros.
Como ocurre en ocasiones, Doyle no tardó en quedar hastiado de su creación, a la que llegó a eliminar (literariamente), aunque la presión del público obligó a una reaparición todavía más espectacular. No hay que olvidar que sir Arthur era un escritor dotado que cultivó otros géneros literarios, como la ciencia ficción con las aventuras del Doctor Challenger; historias sobre boxeo, al que era muy aficionado; relatos relacionados con lo paranormal; thrillers coloniales con secuestro incluido, como La tragedia del Korosko, siempre de una sorpredente actualidad; y especialmente la novela histórica, con muy buenos resultados, destacando las historias del Brigadier Gerard y el duo medieval Sir Nigel y La Compañía Blanca, publicadas en 1906 y 1891 respectivamente.
Estas dos últimas novelas, ambientadas durante las primeras décadas de la Guerra de los Cien años (1337-1453), constituyen verdaderas obras maestras. Doyle muestra su versatilidad, adoptando la estructura episódica de la novela de caballerías clásica y haciendo desfilar ante nuestro ojos los personajes típicos del género: pícaros; frailes y otros eclesiásticos aún más pillos; nobles mezquinos y nobles respetables; caballeros representantes de los más altos ideales de la caballeria... Todo ello retratando sin tapujos ni embellecimientos la dureza de una época en que la vida no valía gran cosa e intercalando el humor con la épica.
Ambos títulos pueden leerse de modo independiente y en el orden que se prefiera, puesto que uno trata de los inicios en el mundo caballeresco de un joven Nigel, que busca alcanzar fortuna y gloria en el ejercicio de la caballería y los hechos de armas, y el otro de un Sir Nigel ya maduro y plenamente reconocido que dirige una campaña que lleva a jóvenes e impetuosos protagonistas a buscar lo mismo a sus órdenes, en un periplo que les hace recorrer Inglaterra, Francia y España.
Doyle, como una buena parte de la burguesía británica de finales del siglo XIX, se vio atraido por el fenómeno de la parapsicología y el espiritismo. Puede resultar paradójico que en una época de progreso virtualmente ilimitado, que arrojaba una confianza casi ciega en un futuro mejor para la humanidad y nos dio ejemplos grandiosos de esa certidumbre con las obras de Jules Verne, se de un repunte de creencias poco científicas.
En realidad no es tan extraño, el progreso hace que se expliquen fenómenos que antes se atribuían a la casualidad, dios u otras fuerzas misteriosas. Se pierde la fe en las religiones establecidas pero quedan sin responder pese a todo las preguntas básicas de quiénes somos, cómo apareció la vida o qué hay después de la muerte. La gente seguía buscando respuestas y creyó (con la ayuda de pillos dispuestos a desplumar a los incautos), que podían hablar con los muertos.
La Gran Guerra provocó una mortalidad en la juventud europea, incluyendo la británica, que de algún modo contribuyó todavía más a su auge. Padres, hijos, esposas y otros familiares y amigos desolados y desesperados deseaban poder comunicarse una última vez con sus seres queridos; saber que estaban bien y decirles que les querían. El fallecimiento de su hijo mayor, Kingsley, en 1918, herido durante la batalla del Somme dos años antes, terminó de apuntalar en Doyle su simpatía por la corriente espiritista como consuelo de algún tipo. A esas alturas, toca añadir que llevaba casado en segundas nupcias tras enviudar con la medium Jean Lackie y había escrito un par de opúsculos en defensa del espiritismo: La nueva revelación (1918) y El mensaje Vital (1919)
Pero Sir Arthur seguía siendo, pese a su interés por el tema, un escéptico que se dedicó de modo sistemático a examinar a los presuntos mediums y fenómenos paranormales, descubriendo y denunciado fraudes flagrantes. Algunas de las historias dedicadas al profesor Challenger, como las contenidas en La tierra de la niebla (1926), recogen esta preocupación.
No puedo más que concluir que Sir Arthur Conan Doyle fue un hombre complejo y fruto de su época; un humanista de grandes intereses y gran adaptabilidad literaria. Amó y odió su obra más reconocida, pero pese a todo publicó con éxito otra serie de escritos de los que en su fuero interno estaba más orgulloso. Los lectores actuales deben buscar más allá de Sherlock Holmes para hacer honor a este autor.
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