Arthur
Machen (1863-1947), fue un escritor galés autor de relatos
fantásticos y de terror que obtendrían reconocimiento internacional
y de escritores tan renombrados del género como el propio Lovecraft
y Stephen King. Al igual que ellos, Machen es capaz de sugerir
inconcebibles horrores y la existencia de ocultas y perdidas razas,
poderes que sobrepasan la razón y cultos siniestros sólo
aparentemente olvidados, sin que por ello las historias pierdan
verosimilitud.
Los tres
impostores se inicia con un diálogo en el presente, entre los
personajes principales de la novela, y retrocede en forma de un
continuo flashback, de modo que hasta el final es imposible encontrar
un sentido completo a la trama y juntar todas las piezas. Los
diversos personajes entrelazan historias fantásticas e imposturas
descabelladas pero que resultan plausibles en su contexto. El final,
lejos de previsible, resulta la mayor sorpresa del libro y demuestra
una depurada técnica y gran habilidad para ensamblar una historia
sin cabos sueltos.
Las
historias se encadenan como si de unos nuevos cuentos de las mil y
una noches se tratara. La sucesión de historias entrelazadas y que
en algunos momentos hacen olvidar el punto de partida, es una técnica
bien conocida que autores contemporáneos de Machen explotaron
igualmente: R. L. Stevenson, con el club de los suicidas y
el diamante del rajá; G. K. Chesterton, en el hombre
que fue que Jueves; y Herman Melville en el estafador y
sus disfraces, por nombrar unos pocos ejemplos y sin olvidar que
es un recurso que la novela gótica explotó con profusión (no nos
olvidemos de Melmoth, el errabundo de Charles Maturin).
Publicado en
1895, es un fiel reflejo de su época: el mundo del progreso y la
seguridad británico previo a la Primera Guerra Mundial, con una
clase rentista y ociosa (en ocasiones un ocio productivo), que busca
nuevos modos de ocupar su tiempo. Da una cierta sensación de
nostalgia, sobre todo si se ha leido la descripción que hacía
Stefan Zweig en El mundo de ayer de esta época. La
ilimitada confianza en el progreso, que avanzó a grandes pasos con
la revolución industrial y modificó en poco tiempo el tejido
económico y social europeo, dio pies a un sincero optimismo que,
lamentablemente, no permitió ponerse en guardia ante lo que se nos
avecinaba.
Entre los
cuentos insertados en la trama, en El sello negro, resulta
interesante encontrar un personaje que pasaría por un perfecto
conspiranoico actual (ya saben, una mezcla entre cuñado y rarito que
les defiende sin que le cambie el gesto el terraplanismo, los
chemtrails, la maldad de las vacunas o, como Casillas, la no llegada
del hombre a la luna). Aunque suponga una pequeña digresión, si se
topan con individuos de esta calaña, el primer signo para
identificarlos es su absoluta inobservancia del principio de la
navaja de Ockham, según el cual la explicación más sencilla es,
habitualmente, la verdadera. En segundo lugar, son unos apasionados
de la selección aleatoria de datos que refuercen el sesgo de
confirmación (en puridad, todos acabamos pecando de ello en alguna
medida, pero algunos somos un poco más honestos y conscientes de
ello y lo tenemos en cuenta al emitir juicios), restringiéndolos a
aquellos que apoyen su tesis.
En este
caso, la deshonestidad intelectual resulta más sorprendente por ser
el personaje un académico, aunque quizá no tanto. En la segunda
mitad del siglo XIX en Reino Unido hubo una verdadera explosión de
interés por lo oculto y esotérico entre las clases altas y
cultivadas. Sir Arthur Conan Doyle fue un ferviente creedor en el
espiritismo, pero con un lado escéptico que le llevaba también a
destapar los fraudes más evidentes. Alfred Russell Wallace,
descubridor junto con Darwin de la selección natural (no entraré en
la polémica sobre quien lo descubrió antes. Ambos habían trabajado
por separado durante años, llegando a conclusiones muy similares),
pasó de un escéptico a espiritista militante. Aunque destapó
algunos engaños, por desgracia se topó con más embaucadores bien
preparados que acabaron de convencerle.
Una lectura aparentemente banal, pero inteligente y de una factura exquisita, que da pie a la reflexión y a preguntarnos: ¿Podría ocurrirnos?
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