jueves, 6 de diciembre de 2018

¡Felicidades, cuarentona!

La españa de hoy no se parece ni por asomo a la que, a finales de los años setenta, se sacudía los últimos restos de un régimen que había durado casi cuarenta años. La historia es contingente y la muerte de Carrero Blanco, quien estaba llamado a ser el sucesor natural de Franco, acabó por descabezar una forma de estado que no concebía su continuidad sin él. Por fortuna, una nueva generación de españoles, nacidos en paz pero con el recuerdo de la guerra civil muy presente, tenían otras ideas y veían un horizonte diferente y lleno de nuevas posibilidades.



El cambio lo pilotaron un joven Adolfo Suárez junto con Don Juan Carlos I. Juntos consiguieron lo casi imposible: La aprobación por las Cortes franquistas de su propia sentencia de muerte con la aprobación de la Ley para la Reforma Política; la legalización del Partido Comunista; y la organización de las primeras elecciones generales de la democracia en 1977. No resulto una tarea sencilla. Tuvieron que hacer frente a muchas dificultades, una fuerte oposición de un franquismo que se negaba a morir y el persistente ruido de sables que se percibía de fondo. A pesar de todo, siguieron adelante, comprometidos con la construcción de una nueva España.
El primer Parlamento democrático, carecía todavía de una constitución. Su redacción, dado el amplio espectro ideológico presente, presumía retos titánicos: retos que nunca habrían sido superados si no hubiera existido un ambiente de concordia y de deseo por superar el pasado, aparcando las diferencias y buscando el consenso. Las concesiones mutuas fueron una constante durante la negociación. El modelo territorial, económico, la forma del Estado o su carácter social podrían haber sido escollos insalvables si todos se hubieran enrocado en sus posiciones respectivas, buscando ganar ahora una guerra que perdieron, o mantener los resultados de un conflicto intestino que dividió a los españoles y generó mucho sufrimiento. El resultado de esta atmósfera de entendimiento fue un texto que resultó aprobado por abrumadora mayoría tanto en el Parlamento como en el referendum organizado al efecto. Nunca en la historia de España se ha apoyado de modo tan mayoritario una ley; la Ley Fundamental. 
Solo tres años después de su aprobación, la joven democracia española sufrió su particular prueba de fuego, con la intentona golpista del 23-F, de la que salió plenamente reforzada. Esas horas aciagas, muchos republicanos convencidos se convirtieron en juancarlistas. A mediados de los ochenta y hasta bien entrado el nuevo siglo, la dictadura franquista parecía algo superado y la vitalidad de la Constitución, a prueba de bombas, pero la crisis económica a partir de 2007 y la aparición de nuevos movimientos políticos que recogían el descontento ante la clase política considerada tradicional, empezaron a crearle achaques.
En puridad, nuestra Constitución no es una cuarentona achacosa, por el contrario, goza de una salud excelente a pesar del mal trato que recibe de lo que podemos calificar como hijos ingratos, que no solo no acaban de reconocer su labor, sino que la vituperan con comentarios peyorativos. Calificar de "Régimen del 78", como si fuera la reminiscencia de la dictadura, a lo que es un régimen democrático consolidado y modelo de transición pacífica, es una verdadero absurdo, amén de canallesco.
Mucho se habla de la reforma constitucional, pero sin acabar de definir por qué y para qué. Peor aún, el espíritu de concordia y de respeto al adversario se ha perdido. No sólo no se busca el consenso, se entiende que la concesión o el acercamiento de posiciones son una debilidad. Paradójicamente, cuando Franco lleva más de cuarenta años muerto, sigue más presente que nunca en las mentes de una izquierda que se niega a pasar página y prefiere usarlo como cortina de humo para ocultar los problemas realmente importantes. Mismo diagnóstico para las ansias de unos nacionalistas, que obtuvieron todo lo que pedían durante la construcción del estado autonómico, pero cuya ambición y, sobre todo, incapacidad para asumir sus propios errores, les ha llevado a perder el contacto con la realidad, crearse un universo alternativo y usar de chivo expiatorio a un inexistente enemigo exterior, que es el resto de la España constitucional.
Nuestra Constitución ha llegado a cuarentona con una extraordinaria fortaleza, considerando el trato recibido. Por ello, ¡felicidades, cuarentona!

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